nº22 | otras

Njulmeemeem

Cuento tradicional africano

No se puede entender ninguna sociedad, ningún país, ni las aventuras, los caminos, ni siquiera nuestras vidas, sin conocer África. Allí, empieza todo y allí se termina. Cualquier viaje para entender a la raza humana estaría incompleto si no respetara ese recorrido. Hay que empezar por África.[1] Joaquín Dholdan

Cuando murieron sus padres, Kumba quedó a cargo de su tía, una mujer muy cruel que la trataba como a una criada al servicio de ella y su hija, una joven prepotente y malvada. Ambas le imponían las tareas más duras y variadas, insultándola e impidiéndole tener relación alguna con el resto del poblado.

Un día, la mala mujer cogió una calabaza, le dio un fuerte golpe a la huérfana en la cabeza y le dijo:

—¡Ve a lavar esta calabaza a casa de Njulmeemeem!

La huérfana cogió la calabaza, se la puso encima de la cabeza mientras se deshacía en llantos y emprendió el camino. Llegó a un lugar donde vio a una anciana arrugada.

—¿Por qué lloras hija mía? —preguntó la vieja.

—Mi madre ha muerto y vivo con mi tía. Me obliga a lavar los platos después de cada comida mientras que su propia hija no hace nada. Hoy, después del almuerzo, me ha golpeado en la cabeza con esta calabaza y me ha mandado ir a lavarla en casa de Njulmeemeem. No sé dónde es. Por eso lloro.

—¡No llores hija mía! Es aquí. Siéntate. Cuando regreses a tu casa, ¿qué vas a contar?

—Diré que he visto a una anciana.

—¡Muy bien! Acerca tu pequeña calabaza.

La chica se la dio, la anciana escupió dentro y le dijo:

—¡Lávala!

La chica lavó la calabaza y la volcó para secarla, sin decir ni una palabra. Era la hora de acostarse, la anciana le confesó:

—Hija mía, mis hijos son unos animales. Te voy a entregar una aguja. Te acostarás debajo de la cama. En cuanto hayan regresado, me dirán «mamá, aquí huele a carne humana» y yo les diré que no hay ningún ser humano en la habitación. Así, cuando se acuesten, pínchales suavemente con la aguja cada vez que se muevan. Les haré creer que son los chinches.

La anciana la escondió debajo de la cama y le entregó una aguja. Cuando los hijos llegaron, gritaron:

—Oh mamá, huele a carne humana.

—Aparte de mí, no hay ningún otro ser humano más aquí —les dijo la anciana.

Se acostaron. Cada vez que uno de ellos se movía, la chica los pinchaba suavemente con la aguja.

—Oye mamá, ¿qué es lo que nos está picando? —preguntaron los hijos al unísono.

—Son los chinches. ¡A dormir!

Se acostaron y con el primer canto del gallo, se levantaron y se fueron.

—¡Levántate hija mía! —dijo la anciana a la chica.

—Vete. Cuidado con volver la vista atrás, si llegas a tu poblado sin darte la vuelta te seguirán desde el bosque chicas y chicos jóvenes, bien vestidos. Tú también estarás bien vestida.

Kumba dejó a la anciana. Después de andar mucho rato, se vio rodeada de jóvenes, chicos y chicas. Unos a caballo, la escoltaban, otros tocaban el tam-tam.

Cuando llegaron a casa de la huérfana, esta constató con gran sorpresa que su suite llevaba consigo mulos cargados de riquezas de todo tipo así como de varias cabezas de ganado. Encontró fácilmente abundantes manjares que estaban colocados en sacos. De esa forma quedaron todos satisfechos en su poblado y el mismo hijo del jefe le pidió matrimonio a Kumba, cuya vida cambió para siempre.

Al ver aquello la malvada tía se llenó de envidia.

Un día, después del almuerzo, su madrastra cogió la misma calabaza, y golpeó en la cabeza esta vez a su propia hija y le dijo:

—Ve a lavar esta calabaza a casa de Njulmeemeem.

La hija cogió la calabaza, se la puso encima de la cabeza mientras lloraba de dolor. Se puso en camino y llegó al lugar donde estaba la anciana. Soltó una carcajada y dijo:

—¡Ah! Nunca había visto a una mujer tan vieja.

—Hija mía ¿qué contarás cuando estés de regreso a casa? —le preguntó la anciana.

—¿Qué quieres que diga, aparte que he visto a una vieja? —respondió la chica.

—¡Humm! Soltó la anciana. Dame la calabaza. La chica se puso tensa y le acercó lo que le pedía con un gesto de asco. La anciana escupió dentro y le dijo:

—¡Lávala!

—¡Dios mío! ¡Escupitajos! ¡Nunca había visto nada parecido!

—Lávala, insistió la anciana.

—Lávala tú, vieja loca —respondió la chica.

Antes de meterse en la cama, la anciana le dijo:

—Hija mía, mis hijos son unos animales. Te voy a entregar una aguja. Te acostarás debajo de la cama. En cuanto hayan regresado, me dirán «mamá, aquí huele a carne humana» y yo les diré que no hay ningún ser humano en la habitación. Así, se acostarán. Pínchales suavemente con la aguja cada vez que se muevan. Les haré creer que son los chinches.

La vieja le dio una aguja y la chica se acostó debajo de la cama. Cuando los hijos llegaron, exclamaron:

—¡Mamá! Aquí huele a carne humana.

—Hijos míos, no hay ningún ser humano aquí excepto yo —contestó la anciana.

Se acostaron y al menor movimiento que hacían los animales, la chica les clavaba profundamente la aguja en la carne.

—Oye, mamá, hay algo que nos está picando muy fuerte.

—Esos son los chinches. Dormid.

—No, es más fuerte que la picadura de una chinche, parece más bien una aguja.

—Os digo que son chinches. Mañana, pondré las camas al sol para ahuyentar a esos malditos bichos. Mientras tanto, id a la cama hijos míos.

Terminaron por dormirse. Con el primer canto del gallo, se levantaron y se fueron.

—Levántate hija mía —dijo la anciana—. Vete, pero no puedes darte la vuelta de ninguna manera.

La chica partió. Anduvo un rato y se giró para mirar. Vio leones, hienas y leopardos que rápidamente la devoraron dejando solo su corazón. Una tórtola lo cogió y voló hasta la morada de la malvada tía que estaba preparando cuscús para celebrar la vuelta de su hija. La tórtola llegó a la altura de la calabaza y dejó caer el corazón de la chica en la harina de mijo mojada. La señora lo recogió y comprendió que se trataba del corazón de su hija porque la tórtola no paraba de canturrear: «Este es el corazón de la chica, de la chica… la que se fue a lavar la calabaza a Njulmeemeem. Es el castigo de la mala intención pues quien escupe en el aire, debe esperarse recibir escupitajos en la cara».

El dolor fue tal, que la cruel mujer cayó muerta de forma fulminante.


[1] Fragmento del prólogo de Historias bajo el árbol, libro recopilatorio de cuentos africanos procedentes de la tradición oral, en el que se incluye Njulmeemeem, editado por MAD África. Para obtener un ejemplar, escribe a madafrica@madafrica.es

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