nº53 | editorial

Opine por favor

Centenares de personas se manifiestan en las calles contra la violencia un día de primavera. Los pétalos de las jacarandas se desprenden de las flores con un suave contoneo. Casi flotan. Finalmente, y a pesar de la delicadeza que irradian, acaban en el suelo como una pasta pegajosa color sucio. En la manifestación, durante un minuto, cada una de las personas grita su opinión. No se entiende nada.

Si prestamos atención a discursos y conversaciones, podremos percibir que estamos continuamente generando opiniones. Ver la tele es casi siempre ver a dos, tres o cuatro personas opinando. Opinan a través de las palabras, de la lengua inculcada. Opinar es emitir un juicio. Si mostramos una opinión, si nos atrevemos a mostrar a viva voz lo que opinamos, es porque estamos dispuestas a defenderlo hasta la muerte, porque la opinión personal, la de una, la propia, suele ser la más coherente entre todas las que salen a escena en cualquier situación. Y si cambiamos de opinión solo será porque hay otra opinión más suculenta y, entonces, para salvarla, la convertimos en una pertenencia; y entonces esa, mi opinión, que ya es mía, será de nuevo la más coherente entre todas las que salen a escena en cualquier situación.

También en los informativos de televisión los presentadores y las presentadoras vomitan en directo a través de las pantallas (llega el vómito hasta tu salón y salpica el sofá y las cortinas) la opinión de las empresas que financian el medio. Uy, pero la tele es algo muy antiguo, calla calla quita quita. Mejor así: en las redes sociales y en las diferentes plataformas de contenido audiovisual, frente a los píxeles de colores, nos quedamos embobados embobadas frente a las opiniones personales de los perfiles, ante las opiniones con las que especulan las series y películas de Netflix, Amazon, HBO, etc. Con el tiempo y el dinero que invertimos en ellas estamos comprando consumo, perpetuando el discurso de los emporios que nos desgastan, que nos quitan el sueño. Ya lo dijo y lo volvió a decir aquel aquella: «me he pasado toda la noche viendo capítulos».

Una vez lo hice: publiqué una opinión en una red social y en menos de cinco minutos comencé a recibir corazones y palabras bonitas de 20 o 30 amistades. Me decían que sí, que tenía razón. «Lo que digo importa», pensé, y hubiera podido seguir subiendo opiniones y recibiendo corazones hasta correrme. El refuerzo gregario me sentó bien en un día de bajón, reforzó mi identidad, «yo soy lo que pienso y ¡lo que pienso importa!», pensé. «¿Y qué?», me devolvió el reflejo de la pantalla negra de mi móvil sin batería.

La opinión que emite un deseo o una necesidad, un sentimiento, nace de la pura supervivencia: «el fuego no me gusta porque quema, el fuego me gusta porque calienta». De ahí surgió la idea, el uso y el sentido de la distancia. La opinión que emite un juicio y busca confrontar al resto nace de la exigencia del sistema de seguir perpetuando violencia, discursos, la reproducción de contenido. Entonces, ¿qué es la opinión pública como conjunto? ¿Es posible su existencia? ¿Necesita la opinión pública un DJ para pinchar las diferentes posturas en busca de armonía? ¿Es la opinión pública la reproducción de lo que piensan los personajes de las series que has visto o que vas a ver o incluso que tienes que ver cuanto antes?

Los verbos de opinión vienen siempre acompañados de un pronombre personal, normalmente singular. Principalmente son utilizados con yo o con el reflexivo me. Yo creo que opinar no sirve de nada.

BONUS EXTRA: Atención, pregunta: ¿existen diferencias entre una persona que opina y otra que no hace nada? Si la repuesta es afirmativa, ¿podrías enumerarlas?

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