nº61 | lisergia

Humor en tiempos violentos

La dirección de El Topo ha sugerido que el artículo de este mes esté dedicado a un tema tan sensible, peliagudo y candente como las violencias machistas. La Cúpula Lisérgica se huele una encerrona

Que se hable de violencia machista en este espacio redactado por la Cúpula, grupúsculo formado por hombres nacidos hombres en la España de los 70, y que suelen emplear un tono irreverente en una publicación feminista y libertaria como esta, es cuando menos, misterioso. Es como invitar a un cómico alemán a hacer un monólogo sobre los campos de concentración nazis en una sinagoga en pleno Holocausto. De hecho, sospechamos que El Topo ha querido tendernos una trampa con tal de prescindir de nosotros en subsiguientes números. Simplemente podrían habernos enviado un correo diciéndonos: «Chicos, hasta aquí hemos llegado, id buscando otra revista. Ya nuestro departamento de finanzas os hará llegar la indemnización. Gracias por todo».

Hay que tener en cuenta que los miembros de la Cúpula nos criamos —y posiblemente nos reímos sin comprender su significado— con aquel «Mi marido me pega», del dúo graciosísimo (por aquel entonces) Martes y Trece; las cachetás que le daban a una mujer «histérica» en el avión de Aterriza como puedas, y ese Bruce Willis llamando sardónicamente «zorra» a la diosa Cybill Shepherd al inicio del episodio piloto de la mítica serie Luz de Luna. Fuimos madurando (no como ustedes, jóvenes) con el Kerrang y el heavy metal, donde se mitificaban rockeros malhumorados, rodeados de pibitas hiperdeseantes, y escuchando coplas como la de La maté porque era mía de Platero y Tú y otras de gente supermoderna como Loquillo (óigase La mataré), Los Ronaldos, Putakaska o los Cafres.

Zurrar a las mujeres viene de lejos, de cuando las tribus solo cazaban y recolectaban, aunque también es cierto que, en muchas de estas sociedades, las mujeres podían defenderse y zurrar también a los hombres con notable pericia (en la actualidad aún se pueden ver ejemplos: busquen a la etnia Mbuti africana o la Murgin australiana). Pero una vez que las sociedades se organizan en aldeas, se acumula poder y se inventan la hucha, la violencia viril se estandariza: desde tirar de los pendientes que cuelgan de las mujeres yanomami, hasta la literatura oral, las leyes y tradiciones euroheteroblancas que llegan hasta hoy. Refranes del medievo como «A la mujer y a la burra, cada día una zurra», seguramente eran ya censurables en los 80. Sin embargo, bien que se reían los varoncitos escolares cuando levantaban la falda a las niñas en el recreo —o miraban mientras otro se las levantaba—, cosa que probablemente siga ocurriendo en los colegios donde las niñas usan falda. Y todavía en los 90, cuando ya éramos más que adolescentes, las chicas que mostraban abiertamente interés en el sexo y hablaban de su masturbación eran insultadas y tachadas de «guarras». Y ya ni hablemos de los chistes, el Clima, el Private, las portadas del Interviú, las contraportadas del AS y el Jueves y hasta la prensa ácrata mofándose de las feministas machorras ochenteras.

Esos años 80 fueron una época en la que, aunque se hablaba de feminismo, aún perduraba la filosofía publicitaria de Soberano (la marca ya da pistas): mujer, si no quieres ser maltratada, dispón siempre de una copita de coñac para tu marido. Tiempos en los que un influencer como el Fary decía que «la mujer, que es muy granujilla, se aprovecha del hombre blandengue y le da capones». Las Mama Chicho, las azafatas del 1, 2, 3, busco a Jack’s, Lulú, oui, c’est moi… Esa es la cultura de la que provenimos. Educados para imponer y maltratar.

Para entrar en este controvertido tema, en la Cúpula de Lisergia nos planteamos darle la vuelta al discurso de hombre-blandengue del Fary, buscarle el canchondeíto paradójico: «¡La culpa es de los padres, que las visten como okupas!». Pero se rechazó por unanimidad pues nadie supo cómo hacerlo sin que pareciera una simple apología del maltrato. En la misma línea, alguien propuso, con gran ingenio, elaborar un tratado sobre marcas tipo Barón Dandy o muñecos Mattel, invirtiendo sus eslóganes para que fueran feministas. La idea se abandonó dado que tales marcas, aun siendo muy sexistas, no necesitan más publicidad gratuita.

La propia dirección de El Topo le sugirió hacer choteo de los eufemismos que emplean los machirulos para referirse a conceptos machistas como «intrafamiliar» para no decir «machista», o «mujer» para no decir «mujer» y cosas así. Sin embargo, lo rechazaron por ser una lista demasiado escueta. La misma dirección de la revista también puso sobre la mesa la opción de escribir un artículo sobre maltratadores y abusones en la cúspide de las jerarquías sociales, enumerando a reyes, emperadores, jueces, presidentes, ministros, concejales, comisarios, alcaides, alguaciles, procuradores, subsecretarios generales, guardias de seguridad, médicos, catedráticos de universidad, dentistas, futbolistas, actores, productores, directores de cine, coordinadores, reponedores, etcétera. Lo rechazamos por infinito.

Y por último, intentamos idear un texto en el que se describía el perfil psicológico de un maltratador (baja autoestima, susceptible, educado rígidamente, carente de control emocional), pero acabó pareciéndose demasiado a un retrato robot de nosotros mismos. En este caso, decidimos no abordar el tema desde este punto de vista por miedo a que los señoros que leen y escriben en esta revista se sientan aludidos, y por ende, atacados, y por ende, que acaben haciendo pintadas agresivas y fálicas en las casas de los miembros de este colectivo lisérgico, en un acto de #metoo inverso.

Así pues, ante la dificultad de hermanar humor con violencia y la imposibilidad de recuperar algunas tradiciones de las tribus cazadoras-recolectoras más igualitarias (algunas, no todas, que a veces tenían unas costumbres poco saludables; no hay que idealizar), en la Cúpula hemos decidido no participar en este número tan serio, dejando el espacio en blanco, a riesgo de tirarnos al mundo de las drogas como posible salvación en el próximo número. Disculpen ustedes.

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