nº51 | lisergia

Le últime de la cola

Este artículo se podría titular «No se cuele, señora» pero, aparte de que ya hay una camiseta del genial Malacara con ese lema, sobra recrearse en una expresión imperativamente machista y obviar que saltarse una cola no es cuestión de género o identidad, sino de filosofía de vida.

Antes de entrar en el mundo de la cola, hay que desambiguar el concepto como hace la Wikipedia cada dos por tres. Nadie aquí se va a saltar la cola blanca que pega, ni la cola de conejito, ni el refresco de agua negra. Mucho menos se va a hablar de las distintas y dicotómicas acepciones de cola alrededor del mundo. ¿Por qué aquí cola es pene y en Sudamérica cola es culo? Qué cosas tiene esta rica —por polisémica— palabra. La referencia que nos atañe hoy es, simple y feamente, aquella en la cual detrás de la última persona no va nadie: las que hoy día están de moda (colas para vacunarse, para acceder al centro de salud, para entrar en pequeños comercios…) y también las colas de siempre: la del paro, la del cine, la caja del súper, la de la esquinita para pillar…

Según el documental canadiense The Taming of the Queue (2017), más del 80% de la población mundial hace cola a diario. En un mundo en el que el tiempo es oro, no faltan estadísticas para calcular los millones de horas, días y meses que se pierden al año mientras hacemos ineficientes colas, en vez de estar produciendo o consumiendo como dios manda.

Los móviles están ayudando significativamente a enmendar esto, pues permiten comprar y absorber publicidad mientras se está de pie esperando lo que sea. Sin embargo, en los años 50 no había móviles, por lo que las ciencias exactas y las pseudociencias sociales (sociología y psicología, por ejemplo, jajaja, sí) se pusieron a trabajar para reducir la espera y la ansiedad que esta genera. Así nacieron artefactos sociales como la caja rápida, la cola múltiple o la fila única.

Muchos investigadores, hombres blancos europeos, probablemente con bigote y corbata, sitúan el origen de la cola como fórmula en la Revolución francesa y su énfasis en la igualdad. Se decía: si somos iguales, la harina se reparte por orden de llegada y no por orden social o por el volumen de los órganos sexuales de cada cual. Esta visión se confirmó definitivamente en la II Guerra Mundial cuando las colas y cartillas de racionamiento igualaban a la población, ya fueran personas lustrosas o costrosas. Esta forma de organizarse está tan presente en nuestro ADN, que fue uno de los indicadores que se utilizaron para confirmar la victoria del capitalismo sobre el comunismo. En el Moscú de los años 90, las colas frente al McDonalds eran más largas que las que se hacían para ver la tumba de Lenin, ese hombre momia visitable.

Hay lugares en los que hacer cola forma parte de la propia identidad nacional, como la chiquillada indígena cuando espera recibir caramelos con envoltorio de colores o como el Reino Unido, donde les encanta. Se ven colas perfectas en los fish ‘n’ chips más mugrientos y en las raves de la zona 6. Incluso en los saqueos, cuando hay disturbios, se hacen guardando respetuosamente la cola. Mucho riot pero de uno en uno. Ya lo decía Bob Marley: «queuing and lootin’ tunait».

Si hay una nación que sea la ninja-killer-top-pro de hacer cola, esa es Finlandia. No hacen falta estadísticas, se aprecia nada más ver una cola de autobús, por ejemplo: el concepto que tienen del espacio interpersonal, bajo el frío boreal, la nieve y en silencio crea unas filas larguísimas que la gente casi podría llegar al destino sin desplazarse.

En nuestro contexto ibérico, según un estudio realizado por la empresa Trip Advisor, más de la mitad de los y las españolas confiesa haberse saltado la cola alguna vez… Jejeje, ome par favar. Este órgano científico-turístico, que lo mismo saca una App que emerge como prestigiosa agencia de investigación, indica que en las comunidades del norte la gente se salta más la cola. Además, contradiciendo al cliché de que las viejas son las que siempre se cuelan, las jóvenes generaciones tienen bastante más arte para saltarse este tropo civilizatorio.

Más que hacer cola, lo interesante es cómo colarse. La picaresca local sabe de esto: ponerte a hablar con alguien que conoces en la fila para acabar naturalizándote en la masa humana alineada, mimetizarte disimuladamente aprovechando un espacio más amplio de lo normal detectado con ojo de halcón, excusarte diciendo que vas a preguntar una cosita, un momentito (el diminutivo es un potenciador, como la servesita) o contribuir un poco al caos cuando hay una fila única para varias cajas.

Desde el punto de vista filosófico o antropológico, podría proponerse un estudio (si Trip Avisor puede, Lisergia también) para profundizar en lo más hondo del alma humana, desentrañar el misterio de la civilización y, quizás, abrazar con regocijo nuestra condición de homo coluus, o como se diga. ¿Es la cola un síntoma de borreguismo?, ¿es un fastidio o una oportunidad? Salirse de la cola: ¿es antisistema?, ¿tienen algo de ritual las colas?, ¿son un mecanismo de socialización?, ¿es un ejercicio de superación personal o una humillación?, ¿es el fin de la cola lo que le da sentido y dignifica?, ¿colarse va contra el sistema moral o es una prueba de audacia? Aunque parezca un test, no hace falta responder las preguntas. Es suficiente con reflexionar sobre ellas.

Desde un punto de vista espiritual, trascendental y emancipador, ante la percepción generalizada de que «estas largas esperas son una pérdida de tiempo», o esas expresiones como «estoy aquí esperando, incapaz de hacer nada, como si estuviera en una cola», algunos libros de autoayuda animan a ver la cola como una magnífica oportunidad para estar con nosotrxs mismxs, respirar, ver cómo estamos, parar. Otras veces, el ambientito que se forma en la cola, por ejemplo, para comprar las entradas del espectáculo de una mega star, es más valioso culturalmente que el espectáculo mismo. Megaultratopreocupada de hoy y en la cultura de la inmediatez, la perspectiva ante tener que hacer unos veinte minutos de cola es casi una bendición, una apología de la slow life. ¿Acaso no es el mejor momento para llevar un número de El Topo bajo del brazo y hojearlo con una sonrisa cómplice? Como dice un poeta de por aquí cerca: «Cuando seamos ricos no perderemos el tiempo, lo derrocharemos». Pidamos la vez, ¿quién es el último o la última? Pues, la vaca Lola, que tiene cabeza y tiene cola.

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Galería Taberna ANIMA, propiedad del austriaco Peter Mair, que en 1985 recaló por el Barrio de San Lorenzo y abrió este negocio.