nº62 | lisergia

Violencia en tiempos de humor

En estos tiempos de embrutecimiento, exaltación y banderitas, hagamos del humor nuestra bandera y sirvámonos de la burla para burlar el horror, la opresión y lo que haga falta. Violencia en tiempos de humor

En la historia del humor no todo han sido chistes de enanos y mariquitas. Vale que el humor ha sido —y es— manifestación de los prejuicios sociales de su tiempo, pero también ha servido —y sirve— para sobrellevar el peso de la vida subordinada, sortear la violencia o dinamitar la autoridad. Los etólogos dicen que el humor es ante todo el rictus que muestran los primates cuando se enfrentan a situaciones incomprensibles, irresolubles o dañinas: enseñar los dientes es una manera de desviar un impulso agresivo o de reflejarlo mímicamente. Los humanos hacemos lo mismo: reímos para enfrentarnos al sufrimiento o a la violencia. La risa aparece frente a lo que nos aterra, nos oprime, nos sobrepasa o nos resulta absurdo: la muerte, la religión, el gobierno, el sexo, las manifestaciones de la caye-borroka, el cuello de Álvarez de Toledo… Vamos, que reímos por no llorar.

En momentos angustiantes la comicidad actúa como un antídoto. Cuando san Lorenzo estaba siendo asado en una parrilla romana, en pleno suplicio, le dijo a sus verdugos: «Creo que esta parte ya está hecha. Podéis darme la vuelta». Cuando Diógenes (el perro-flauta de la Antigua Grecia) fue condenado al destierro, se consoló diciendo que él condenaba a sus jueces a quedarse. Entre los judíos recluidos en los campos de concentración nazis circulaba el rumor de que sus cadáveres acabarían siendo utilizados para hacer jabón. Para exorcizar esta aterradora idea bromeaban entre ellos: «¡No comáis mucho! Así los alemanes tendrán menos jabón». El portuense Pedro Muñoz Seca —cayetano del humor de su época— declamó antes de ser fusilado en Paracuellos: «Podéis quitarme mi hacienda, mi patria, mi fortuna e incluso mi vida. Pero hay una cosa que no podréis quitarme: ¡El miedo que estoy pasando!»

¿Quién no ha gastado alguna vez una broma para rebajar un momento de tensión? ¿Y quién no ha sido presa de la risa inoportuna? ¿Quién no se ha reído en una misa, en una jura de bandera, en la cola del paro? La psicología interpreta la risa nerviosa como un acto fallido del inconsciente que permite evacuar una violencia nacida de la frustración y el sufrimiento. La risa actúa como válvula de escape en ambientes opresivos. Es lo que ocurrió en los años 60 durante la epidemia de la risa de Tanganica. Una risa contagiosa se extendió por varios poblados de la actual Tanzania afectando sobre todo a las mujeres más jóvenes. Se le quitó hierro achacándolo a un brote de histeria colectiva (¡femenina, claro!), pero lo cierto es que las muchachas estaban socialmente educadas para ser mujeres vergonzosas, discretas y más serias que un guardia civil, es decir, se les disciplinaba para sofocar la risa. Y cuando se intenta reprimir la risa, surge la carcajada.

En la Europa medieval la risa se consideraba un exceso de alegría y eso hacía llorar al Niño Jesús. El humor era sinónimo de duda, de cuestionamiento, de insumisión, de locura. El pueblo sin embargo dio rienda suelta al cachondeo. En los misterios bufos, la plebe aprovechaba la representación teatral de escenas del Evangelio para criticar a las autoridades. Por ejemplo, salía Pilatos diciendo: «¿A quién queréis que crucifiquemos, a Jesús o a Barrabás?» Y el público respondía: «¡Al alcalde!». El edicto de Toledo los prohibió definitivamente en 1466.

Y es que aunque los amos —con su típica risa de malvados masculinos— llevan milenios riéndose de sus gobernadxs, no digieren bien la burla en la dirección contraria. El humor popular es su kriptonita. Antes un digno magnicidio que verse en ridículo. Como dice Pablo Motos, con el poder, poca broma. Recuérdese que el emperador Máximo Severo mandó ejecutar a varios de sus senadores por hacer chistes de doble sentido con su nombre, anticipándose a la escena de Pijus Magnificus en La vida de Brian. Napoleón quiso exiliar a todo caricaturista que lo retratase. A Luis Felipe I lo retrataron con forma de pera (que en francés también significa ‘bobo’) y cuando el caricaturista fue llevado a juicio se defendió diciendo que a quien realmente debían detener era a todas las peras de Francia por parecerse al monarca. Quevedo, mismamente, fue denunciado a la Santa Inquisición por su indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas, así como las compis del Santísimo Coño Insumiso fueron acusadas de chotearse del dogma del embarazo inmaculado. Los precursores de la alt-right condenaron a muerte a una mujer por contar el siguiente chiste: Hitler y Göring están de pie, en lo alto de un radiotransmisor. Hitler dice que quiere dar a los berlineses un poco de alegría. Göring le replica: ¿Entonces por qué no saltamos desde la torre? Incluso un régimen tan desternillante como el de la Rusia soviética tampoco encajaba bien las bromas. El humor era contrarrevolucionario. Uno de los chascarrillos más populares en el gulag era: ¿Quién cavó el canal entre el mar Báltico y el Blanco? La parte derecha, quienes contaban chistes, y la izquierda, quienes los escuchaban. En definitiva, lxs poderosxs tienen menos sentido del humor que la asociación Abogados Cristianos.

Así, el humor se convierte en nuestra arma para desnudar los peligros del fanatismo y la ambición. En cuanto la gente es capaz de reírse de quien ostenta el poder, empieza el proceso de hacerle caer. El atentado contra Carrero Blanco hizo tanto daño a la dictadura como los chistes a su costa, o aquel «Franco, Franco que tiene el culo blanco». Hagamos caso al proverbio etíope que cuenta que el campesino sabio hace una reverencia profunda y se tira un pedo silencioso cuando el gran señor pasa por delante. Acordémonos de los esclavos norteamericanos que, de extranjis, hacían mofa de sus amos en cuanto podían. Honremos el carnaval, donde —dicho a lo Bajtin— la risa «está dirigida hacia y contra lo superior, como arma relativizadora, igualadora y relacionada con la parodia».

Aunque todo esté perdido, siempre nos quedará la guasa. Por la gracia de Pablo Motos, amén.

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