nº56 | lisergia

Otro cuento de Navidad

¿Un anacrónico artículo sobre el origen de Papá Noel en febrero? ¿Qué será lo próximo? ¿Carnavales en verano? ¿Procesiones en cualquier época del año? Hay historias que merecen contarse en cualquier momento.

Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás o sencillamente Santa. Para hablar de un personaje histórico tan importante no hay que circunscribirse solo a la época navideña. Máxime cuando es posible evocar que tan entrañable figura podría tener un origen filoanarquista. La mayoría de la población adulta conoce la verdadera identidad de los Reyes Magos, o como poco se huele algo, pero ¿quién está detrás de esta figura? Está demostrado que no se trata de un orondo filántropo manoseado por la Coca-Cola, como dice la infundada leyenda urbana. En tal caso, no ofrecería nada gratis, expoliaría y contaminaría sin ningún tipo de escrúpulos fuentes y manantiales, llenaría la biosfera de plásticos que él mismo dice combatir y vendería mercancía azucarada de dudosa calidad posicionándose como un importante actor en la diabetes infantil. Se parecería más a un Scrooge, el avaro del Cuento de Navidad de Dickens, que a un Robin Hood, un Lucio Urtubia o un Vaquilla, personas altruistas que compartían su botín (unas más, otras menos) sin buscar el lucro personal.

Asimismo, hay que descartar también la truculenta historia de cierto obispo cristiano del siglo IV que en una ocasión se coló, entrando por la ventana, en casa de tres pobres muchachas que no poseían dote para casarse. Cuenta la leyenda que lo que hizo monseñor fue depositar oro en los calcetines de las muchachas, que colgaban secándose sobre la chimenea después de una jornada de trabajo en el frío y húmedo invierno boreal. Visto así, aparte del yuyu que da que un viejo campechano se cuele de madrugada en casa de tres jóvenes empobrecidas, esto de Papá Noel es puro allanamiento de morada. Además, se agradece evitar educadamente cualquier chascarrillo sobre clero e infancia por el hecho de que le llamaran episcopus puerorum, ‘el obispo de los niños’. No obstante, puede que haya fundamento en la idea de que el tan San Nicolás fuera un verdadero santo. Por eso del anticlericalismo instintivo, el obispo cristiano despierta el sentido crítico, pero realmente era una figura popular, como otros santos y santas, con la típica historia de hijo de familia adinerada que acaba repartiendo sus bienes entre los pobres. Por otro lado, para adornar la leyenda con aire sobrenatural, también se cuenta que resucitó a tres niños que habían sido desmembrados unos días antes y los rehízo como si estuviera jugando con un Mr. Potato. Docucrimen de Netflix sobre ese suceso ya, por favor.

Finalmente, está la leyenda de su procedencia holandesa, que dio pie al moderno Santa Claus, y que se popularizó y distorsionó en Estados Unidos. De ahí viene esa imagen del señor barbudo, gordo y bonachón que viste de rojo, vive en el Polo Norte y regala juguetes fabricados por duendes a los niños y niñas durante la víspera de Navidad, transportado en trineo por renos voladores.

Como suele pasar, la verdad es compleja y no es ni blanca ni negra. En todo caso, sería roja y negra,  porque, como se va a demostrar a continuación, el único y verdadero Papá Noel sí que era un bondadoso redistribuidor. No es otro que… redoble de tambor… ¡Piotr Kropotkin!

Resulta que, entre otras curiosidades biográficas, el anarquista ruso pertenecía al linaje de San Nicolás, el citado obispo. Además, su semejanza con los retratos-robot de Papá Noel de la época (varón de edad avanzada con barba blanca y barriga prominente) era más que un parecido razonable. Kropotkin encarnó, para el mundo moderno, a Papá Noel, alias Santa Claus.

De hecho, se cuenta que Kropotkin, durante sus navidades en Londres, y ayudado por su amigo Eliseo Reclús, se ponía un cojín bajo una túnica roja y se paseaba en trineo por las calles comerciales de la capital inglesa abogando por la expropiación de los grandes almacenes y el reparto a mansalva de juguetes a las huestes del proletariado. «¡Cualquiera puede ser Santa Claus, todos podemos ser Santa Claus!», arengaba a los angustiados compradores de última hora. En uno de sus panfletos navideños se podía leer: «Todos sabemos que las grandes tiendas —John Lewis, Harrods y Selfridges— están comenzando a explotar el potencial comercial de la Navidad con cuevas mágicas, grutas y fantásticos países de hadas para atraer a nuestros hijos y presionarnos para comprar regalos que no queremos y no podemos permitirnos. La magia de la Navidad depende del sistema de producción de Papá Noel, no de los intentos seductores de las tiendas para que consumas lujos inútiles». Kropotkin continuaba describiendo los inmensos talleres en el Polo Norte, donde los elfos trabajaban comunalmente todo el año, felices porque sabían que estaban produciendo para el placer de otras personas. Y aunque en el Ártico los talleres eran muy difíciles y caros de mantener, Kropotkin insistía en que cualquiera puede ser un elfo: «Los talleres comunitarios se pueden organizar en cualquier lugar y podemos aunar nuestros recursos para asegurarnos de que todo el mundo tenga satisfechas sus necesidades».

Así pues, si queremos acercarnos lo más que podamos a una verdad científica y objetiva, de existir una persona que reparte regalos altruistamente disfrazado de bebedor centroeuropeo, la hipótesis que cobra más fuerza es que se trataba de Pedro Kropotkin, el príncipe anarquista. Y esto, querida familia, nos enseña que, enterrado bajo la Navidad, muy muy enterrado bajo otros principios más rentables para el mercado, está el principio sagrado de la solidaridad y la ayuda mutua. Da igual que se ritualice en nombre del nacimiento de Jesús tras el affaire de su madre virgen con la paloma que hablaba con reverb o celebrando en una túnica blanca el solsticio de invierno. Suponemos que Papá Noel debe ser Kropotkin y la navidad una llamada a la anarquía, porque si no fuera así, la dulce navidad no sería más que otra fiesta popular fagocitada. Caso cerrado. Pasemos al Carnaval.

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