nº39 | lisergia

Otra generación perdida: de punkis a neopaganos

Toda una juventud politoxicómana crecida al amparo de la izquierda «radikal» busca ahora refugio y longevidad en la salud holística y la energía interior. ¿Por qué nos volvemos depresivos e hipocondríacos y ya no nos parece tan buena idea eso de vivir rápido y dejar un bonito cadáver?

Nos ha llegado la hora. La del baño. La del baño interior. Lo que viene siendo limpiar el cuerpo, lavarse por dentro. A nosotr@s, que crecimos entre España 82 y Barcelona 92 y fuimos madurando (ejem) a base de punk, marchas a Rota, litronas de casco reciclable y estupefacientes de origen incierto (que solo tomaban nuestros amigos, por supuesto), nos entra ahora la bulla y el carpe diem invertido por limpiarnos el hígado, el cerebro y otras zonas de la casquería humana. La gente más seria, racional y bienvestida de esta generación se ha tirado a la piscina. Hacen pequeñas maratones, visionan charlas TED y comparten imágenes de autoayuda neoliberal con arcoiris, besitos edulcorados y pseudofrases positivistas que parecen escritas por Paulho Coelho tras haberse practicado unas lavativas de MDMA con tazas de Mr.Wonderful.

Pero nuestra calaña, propia de gente revolucionaria y utópica, e incluso progresista, necesita algo más espiritual, cuasi religioso, que nos limpie las vísceras y, sobre todo, el alma. A falta de una buena misa que nos ilumine, el neopaganismo nos viene bien para contrarrestar sentimientos de impotencia y derrota, o simplemente paliar la sensación de estar haciendo el idiota, tan propia de militantes acostumbrados históricamente al fracaso. Aunque, ¿hay algo más humano que el fracaso? ¿Será porque nos volvemos depresivos e hipocondríacos y ya no nos parece tan buena idea eso de vivir rápido y dejar un bonito cadáver?

Un día, navegando por tu red social favorita, te topas con una foto grupo de los participantes a un retiro de yoga con terapia «neurobiointramegaemocional». Identificas a varios rostros conocidos. Viejas amistades comunes. Todos expunks, con hábitos de consumo politox de toda la vida, pero ahora con descendencia; e incluso algunos con pareja estable, trabajo fijo e hipoteca. Al día siguiente te encuentras con otr@ colega que en su día se hartaba de cartones y micropuntos, y ahora te mantiene la mirada fija mientras recita conjeturas sobre la teoría Gaia, tu deteriorada energía interior y la Gestalt. Al otro, te ves a quien se pimplaba un paquete de tabaco y cinco cafés en una mañana, practicando ramadanes de siete días mensuales y se aplica enemas de café para tener el esfínter limpio y cristalino. Y el que nunca faltaba al Espárrago Rock y ahora se gasta 400 pavos en un retiro en Tarifa para ayunar y guardar silencio comiendo healthy food.

Así pues, para sentirnos mejor, no tenemos más remedio que justificar nuestros nuevos rituales sin traicionar aquella juventud radikal que vivimos en su día con gratitud y que ha ido construyendo nuestra identidad. Rebuscar una mijita en la historia ayuda a entender que este tipo de paganismo no es nada nuevo ni tan inusual. El misticismo fue componente fundamental de muchos proyectos emancipatorios de la Edad Media (Hermanos del Espíritu Libre y toda la pesca), y muchos movimientos de raíz cristiana, como los cuáqueros, tuvieron planteamientos con un toque anarquista muy, pero que muy, puro: purísimo. No tienen coches ni teles, aunque rezan hasta para mear. Y bueno, ahí está el anarquismo cristiano de Tolstoy, Dorothy Day o Ernesto Sábato. No hay que olvidar el taoísmo, que también tiene cositas muy libertarias.

También hubo revolucionarios anarquistas que, tras el boom de la masonería, se apuntaron a una logia. Como por ejemplo el fundador de la Escuela Libre de Enseñanza, Ferrer i Guardia, o Salvochea y Anselmo Lorenzo, mismamente). A otros les dio por las ciencias ocultas y el espiritismo, como la anarcofeminista Teresa Claramunt, íntima amiga de una famosa médium de origen sevillano; o el de reporteros obreristas Luis Ponce y Valentín Cangas, que combinaron la militancia libertaria con el interés por las movidas paranormales a lo Cuarto Milenio. Y cómo no hablar de los protohippies españoles de los años 20 y 30: nudistas, vegetarianos y pacifistas que montaban sus anarcomerendolas en un prado y se iban de excursión a la montaña para leer poemas en bolas bajo la luz de la luna. Traemos a colación una cita sacada de una entrevista a Juan Tamariz: «hubo una época en que varios magos estábamos en la onda jipi o en la CNT. Arte y anarquía están bastante relacionados, y la magia ni te digo».

Estos prohombres y promujeres, eran capaces de conjugar su militancia de alto voltaje con la espiritualidad como si fueran la misma cosa. Sin embargo, nuestra generación lo ha dividido en etapas: primero practicamos el porculerismo activista contra la guerra de Iraq y ahora nos ponemos a buscar la paz interior, la conexión con la naturaleza y a darle abracitos cariñosos a un ciprés moribundo. Algo parecido a lo que hicieron los revolucionarios de la Transición tras el trileo de Felipe. Muchos dejaron la vía política de pantalón de pana para irse a la espiritualidad sufí. Hay relatos interesantes en primera persona sobre todo esto, como los de Antonio Escohotado o las Filosofías del underground de Luis Racionero. Tiene sentido: del rollo andalucista al andalusí no hay mucho trecho. Además, ya sabemos que los sufíes son proclives a buscar estados alterados de conciencia, tanto tolerando el vino y la grifa, como por otros medios sobreoxigenadores como la danza, el canto o las letanías. Y eso, claro, ayuda. El ahora sobrexpuesto Evaristo Páramos recopila en su libro de escritos íntimos, Cuatro estaciones hacia la locura (2015), muchas de sus reflexiones originadas con el uso de las runas, el tarot, los animales indios y el I Ching. Para él, no hay futurología ni fenómenos ocultos. Son solo herramientas de auto conocimiento.
Así las cosas, y como no nos gusta el gimnasio ni nos dejan entrar en las iglesias, qué mejor que abrazar a la Pachamama y la energía astral. Nunca es tarde. Al fin y al cabo, también consideramos legítimo, para losers como nosotros, entender que para cambiar el mundo hay que empezar a cambiarnos nosotros mismos desde dentro. Quizás aquí se refuerza el principio lampedusiano de que «algo tenemos que cambiar para que todo siga igual». El único problema es que, con tanta conexión, sanación y bendición que logremos con estos métodos neopaganos, nos asalte la duda que expresara Manuel Molina magistralmente en una instalación de arte conceptual: «aquí, ¿cuándo coño se dice ole?». Namasté.

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