Antiquísimos como los de Julio César o Viriato («Roma no paga a traidores», y quien dice Roma dice el FBI), o frustrados como los múltiples intentos contra Franco, los magnicidios suelen ser acontecimientos catalizadores de la Historia.
El pasado 4 de diciembre (fun fun fun), Brian Thompson, el mandamás de la United Health Care, aseguradora médica estadounidense de pocos escrúpulos y grandes beneficios, fue asesinado a quemarropa en plena calle. Su presunto verdugo: Luigi Mangione, un chavalote de familia milloneti y educación elitista radicalizado por un dolor de espalda. El motivo: «La animadversión por la América empresarial» y, en concreto, por la industria de los seguros médicos, todo ello plasmado en un corto manifiesto y en las palabras grabadas en las tres balas que disparó: deny, defend, depose (negar, defender y deponer, una frase comúnmente utilizada para describir las tácticas de las aseguradoras para evitar pagar las reclamaciones).
Acostumbradas a que los malestares sociales se paguen con el vecino, el hecho se presentó como algo insólito. En lugar de volcar su ira y frustración civilizacionales en los foros ínceles de la machoesfera, reeditar su propio Columbine de fin de curso o culparse a sí mismo (como hace la gente normal), Luigi apuntó hacia arriba (presunta y metafóricamente) en un sonoro ceocidio. Para más inri y peliculerismo, el revólver con el que cometió el asesinato lo fabricó él mismo con una impresora 3D, al más puro estilo do it yourself. Además, llegó a pasar como en la película jamaicana Caiga quien caiga, que la gente se vestía igual y daba pistas falsas para engañar a la policía y el fugitivo pudiera escapar: i am nobody, i am everywhere.
En los días posteriores, las redes se llenaron de memes y mensajes de apoyo de una inusitada y variopinta legión de admiradores y admiradoras del ceocida. Las razones son de lo más diversas: que si el chaval está cañón, que si tiene un nombre molón de personaje de videojuegos, que si fue una acción espectacular propia de una peli de joliwud… Pero el sentimiento más generalizado fue el de la empatía. Es comprensible, al menos para todas aquellas personas que sufren dolores de espalda y aun así tienen que doblarla.
Muchas personas de los EUA, independientemente de en qué lado de la barricada cultural se hayasen, empatizaron con el agresor y sus motivaciones. El país cuenta con uno de los peores indicadores de esperanza de vida entre los países de lengua inglesa y ocupa el puesto cuarenta y uno en la clasificación mundial. Con una sanidad privatizada, para su ciudadanía es más rentable morirse que hacer frente a los costes médicos. Como todo el mundo ha visto en Breaking Bad, si te viene un cáncer o cualquier otra cosa mala, o te metes a delinquir o vete despidiendo. Así pues, el rencor popular hacia las compañías de seguros médicos (y en un sentido más amplio hacia la minoría plutocrática que corta el bacalao) llevaba tiempo en adobo. Por otra parte, en el País de la Libertad, un martes cualquiera se llevan a cabo medio centenar de asesinatos, por lo que la violencia armada es, como la comida rápida, parte de su idiosincrasia.
Creíamos que los magnicidios estaban pasados de moda, pero hubo un tiempo en el que marcaron tendencia. Pese a que la palabra suena a nombre de grupo de death metal sueco, Magnicide, no vamos a descubrir el pan para las lectoras de la Topa tabernaria si recordamos que no pocos héroes anarquistas utilizaron este tipo de acción en la búsqueda de un mundo mejor. En los años de la propaganda por el hecho, gente importante que mandaba igual o incluso más que el jefazo de la UHC acabó sus días a manos de donnaides: Stolypin (primer ministro del zar Nicolás II de Rusia); Garfield (no el gato, sino el vigésimo presidente de los EUA); Humberto I (rey de Italia); Jorge I (rey de Grecia); Sadi Carnot (presidente de la Tercera República francesa); Cánovas del Castillo (que en Cádiz va desde Columela a San José); Canalejas (por la acera del muelle); McKinley (vigésimo quinto presidente de los States); el cardenal Soldevilla (presunto financiador del terrorismo patronal)…
Hubo, sin embargo, poderosos más correosos. Alejandro II de Rusia fue objeto de, al menos, cinco intentos de asesinato. A la sexta fue la vencida. Alfonso XII sufrió dos atentados, uno a manos de un tonelero catalán anarquista y el otro de un pastelero gallego de igual tendencia. De ambos salió ileso, no así de la tuberculosis que se lo llevaría por delante años más tarde. Alfonso XIII escapó de la Parca justiciera primero durante un paseíto por París junto con el presidente de la República francesa y, tiempo después, en el día de su boda, cuando el profesor y bibliotecario Mateo Morral le lanzó una bomba Orsini oculta en un ramo de flores (de ahí, suponemos, el eslogan publicitario «Dígaselo con flores»). En este último caso, la bomba se desvió al chocar con el tendido del ferrocarril y explotó en medio del gentío, provocando venticinco muertes y numerosos heridos. Solo una angina de pecho pudo acabar con el monarca.
Su sucesor (Juan Carlos no, Francisco Franco) también estuvo en el punto de mira de la furia rojinegra. No menos de cuarenta atentados se sucedieron contra el caudillo, para los cuales necesitaríamos una pieza aparte. Entre estos, nos resulta profundamente entrañable el episodio en el que el grupo anarquista Los Anónimos, formado en su mayoría por guerrilleros andaluces, se propuso atentar contra él en mayo de 1947 durante su visita a Barcelona. Finalmente, abortaron su propósito al encontrarse allí dos columnas de niños ondeando banderitas de España rodeando al dictador. Para que luego digan que los anarquistas no ponen la vida en el centro, o que fue Hamás quien inventó lo de los escudos humanos.
Pese a que mucha gente ve estos magnicidios como ejemplos de violencia vindicativa, también la hay que los considera como simples episodios de venganza caótica, de la guerra de todas contra todas. Para el filósofo Franco Bifo Berardi, el odio al amo no es lucha de clases. Porque no hay lucha de clases sin proyecto colectivo transformador, no hay un mundo mejor sin amos cuando hacemos las cosas solo por desahogarnos pero sin organizarnos, sin amistad, sin complicidad, sin avisar.