Una teoría que mete en el mismo paquete la evolución humana y el consumo de drogas sabe cómo ganarse nuestra atención. Y no es porque nos guste colocarnos. O no solo.
Colocarse es algo natural en todo el reino animal, en esto estamos de acuerdo, ¿no? Había un famoso documental que lo contaba y en el que se veían cómo unos monos se pillaban una cogorza comiendo ciertas bayas; cómo elefantes y rinocerontes daban camballás mastodónticas por la sabana gracias a las cortezas de algunos árboles; cómo unos pajarracos no conseguían levantar el vuelo del morazo que pillaban tras comer ciertos gusanitos. Según contaba Richard Attenborough, seguramente sería él, estos colocones no son casuales ni fallos del instinto. Los animalitos y las animalitas saben perfectamente lo que se meten porque les hace bien.
En los años 90 (¡qué años! ¡qué fiestones!), el etnobotánico Terence McKenna enunció una teoría rompedora, muy de la época, que decía que el cambio cognitivo que se da en el paso del Homo erectus al Homo sapiens se debe a una alteración del funcionamiento neuronal y a la aparición de la conciencia. Y que, según parece, este avance en nuestra inteligencia se debió a la ingesta de unos hongos alucinógenos llamados Psilocybe cubensis. Los monguis, vaya. Es la teoría del Stoned Ape (en inglés, simio o simia colocadx). Es decir, que gracias a los morazos, la humanidad se hizo consciente de sí misma. Menudo factor catalítico de nuestra evolución. Anda que no.
McKenna viene a ampliar la típica lista de características de la hominización que se estudia en la ESO: pulgar oponible, posición erguida, visión bifocal y, ahora, ponerse a gusto. La hipótesis sería la siguiente: hace cien mil años nos las vimos con el cambio climático. Huyendo de la desertificación y en busca de algo con lo que llenar el buche seguíamos al ganado salvaje, cuyos excrementos atraían a los insectos, plato fuerte de la época por su gran aporte proteínico. En esas boñigas bovinas crecían también unas curiosas setas que también incorporamos al menú y que resultaron ser los gloriosísimos hongos Psilocybe cubensis. Tal descubrimiento fue tan relevante como el del fuego. Su consumo frugal nos permitió incrementar la agudeza visual y cazar con más tino y, por tanto, una mejor alimentación que permitía pasar menos tiempo cazando. Con raciones mayores se experimentó un despertar sexual que contribuyó al aumento de la natalidad y la diversificación genética. Y los empachos de setas abrieron las puertas de la percepción dando paso al lenguaje, el pensamiento abstracto, el arte, la religión y demás fantasías. Todo esto provocó una revolución cognitiva que desembocó en lo que somos.
La teoría Stoned Ape ha vuelto a cobrar importancia gracias a los recientes avances en neurociencia (y a algún que otro podcast sobre ovnis). Varios estudios indican que las drogas psicodélicas aumentan las conexiones neuronales así como el número de patrones de actividad cerebral posibles. O sea, que nos permiten experimentar una gama mucho más amplia de estados de conciencia, lo que podría explicar esa sensación de «expansión de la mente» o clarividencia. Por otro lado se están produciendo avances positivos en el uso terapéutico de psicodélicos para trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia, la depresión o las adicciones, incluso para dolencias como la migraña crónica.
Como peña politoxicómana, podemos decir que nuestras experiencias corroboran que el consumo de Psilocybe te puede abrir las puertas de la percepción, ofrecer maneras genuinas de ver el mundo, liberarte de conceptos prefabricados y pensar out of the box (o dicho a lo new age: disolver el ego). Lo que no podemos asegurar es que los efectos sean permanentes o que con ello hayamos conseguido ampliar nuestra conciencia o fusionarnos más con el entorno. Ojalá (aunque, bueno, algo sí que notamos). Tampoco tenemos claro que comer monguis nos haya mejorado la vista. Ni recomendamos consumirlos para salir de caza, por muy microdosis que sea. Seguro que reírte te ríes, pero sería más probable tener un accidente que obtener una presa, acabando la cosa como lo del emérito (y no nos referimos al elefante). Por otra parte, no debería descartarse que el lobby de las ópticas esté detrás de la ocultación de este hallazgo si, efectivamente, la psilocybina te concede el don de la hipervisión.
Igualmente podría ponerse en duda eso de que el consumo de alucinógenos dispara la desinhibición y el apetito sexual, y con ello las probabilidades de reproducción. No cabe duda de que habrá quienes hayan utilizado la opción del sexo como alternativa a una comida de oreja. También puede comprenderse que, después de una orgía comunitaria desenfrenada, a alguien se le ocurriera, a la mañana siguiente, echarle la culpa a los monguis. Pero las setas, por lo general, no te ponen más caliente que el queso de un san jacobo. Pueden hacer que te salga un arcoiris musical de los genitales, como le pasó al rapero ASAP Rocky. O te puedes mear encima mientras yaces con tu pareja y no darte cuenta, como le pasó a uno de nuestros redactores. Con las drogas psicodélicas todo se amplifica y se intensifica, como en los reality shows. Pero, no, las setas no inducen automáticamente al perreo.
Eso sí, tenemos una fe to ciega en que el uso de sustancias psicoactivas o alucinógenas puede contribuir a salvar el mundo. Facilitan el deseo de entendimiento y cooperación, de conexión y de buen rollito con el entorno. Vale, no será un remedio infalible (se sabe que los psicodélicos no son incompatibles con la violencia o la malaje. Y la posibilidad de un mal viaje siempre está ahí), pero nos quedamos con lo positivo.
Puede que la hipótesis de McKenna no sea más que una especulación ingeniosa. Puede que parte de sus razonamientos sean acertados o puede que tengamos que incorporar los monguis a la dieta mediterránea para que podamos llevar a cabo una nueva revolución social y cognitiva. Sería un gran consuelo pensar que para evolucionar basta con drogarnos. Y que llevamos ya tiempo comprando papeletas para conseguirlo.