En este segunda y última entrega de nuestro particular repaso a algunas herejías en la historia no podía faltar, por supuesto, alguien que diera la nota desde el sur. Concretamente, este viaje iniciático parte de los sufitas andalusíes, que podrían considerarse los precursores de la gran herejía de la Hermandad del Espíritu Libre.
Según Norman Cohn, «hacia fines del siglo XII varias ciudades españolas, especialmente Sevilla, fueron testigos de las actividades de fraternidades místicas musulmanas. Estas gentes, conocidas como sufitas, eran «mendigos santos» que vagaban en grupo por las calles y plazas, cubiertos de remendadas y descoloridas ropas. Sus novicios aprendían la humillación y abnegación personales: debían vestir andrajos, no levantar la vista del suelo, comer alimentos desagradables y obedecer ciegamente al maestro del grupo. Pero una vez terminado el noviciado, esos sufitas entraban en un mundo de absoluta libertad […]: podían rodearse de posesiones terrenas, vivir en el placer y también podían mentir, robar o fornicar sin ningún remordimiento de conciencia. Ya que el alma está íntimamente absorbida por Dios, los actos externos no tenían ninguna importancia».
La doctrina mutazil toma su forma arábigo-al-andalusí en las enseñanzas del cordobés Ibn Masarra (883-931 d.n.e.). Hijo de un padre culto y progre que frecuentaba los círculos mutazilitas y esotéricos de Oriente, Ibn Masarra empezó a impartir su magisterio siendo un adolescente hasta que, acusado de ateísmo, herejía e impiedad, decidió exiliarse. Con la muerte de Masarra, la escuela masarrí se extendió por Córdoba y Pechina (Almería) derivando «hacia el comunismo, el amor libre y la anarquía». A partir de la concepción ascética, según la cual toda propiedad es una impureza si no va dirigida a la satisfacción de las necesidades cotidianas, el masarrismo considera que ninguna propiedad es legítima cuando no está consagrada al servicio de dios. Este comunismo místico sintonizó con las clases populares de Córdoba que, tras la desintegración del Califato, la peste y el hambre, se encontraban en plena efervescencia epidemiológica y social. La escuela masarrí fue obligada a la clandestinidad, aumentando el secretismo y la jerarquización de la organización. Al frente de cada grupo había un maestro o imán, como el célebre Ismâîl ibn Abdillah al‑Roaynî, cuya hija contaba entre sus adeptos con la reputación de poseer una gran inteligencia y cultura teológica. En esta ocasión no fue la Iglesia católica, sino el integrismo islámico quien se encargó de barrer a los heterodoxos. Desafortunadamente para la ortodoxia religiosa y para los defensores del orden social, ecos de la herejía sufita se dejaron oír años más tarde con la aparición de los hermanos del Espíritu Libre, calificados por el historiador Norman Cohn como una «minoría de superhombres —y supermujeres— amorales».
La Hermandad del Espíritu Libre fue uno de los movimientos heréticos más anárquicos y revolucionarios de todos los tiempos. Su misticismo implicaba un fuerte protagonismo de la individualidad, en cuanto se trataba de reivindicar la relación directa de la persona con dios, sin intermediarios de ningún tipo. Las consecuencias últimas de esta interpretación mística de la vivencia religiosa se tradujeron en forma de una «libertad sin trabas», una suerte de anarquismo extremo en el que el individuo, siendo uno con dios, podía vivir «según sus caprichos». Los miembros del Espíritu Libre —se quejaba el obispo de Estrasburgo en 1317— creían «que todas las cosas son propiedad común, de donde deducen que el robo les está permitido». Negaban la existencia del pecado, renegaban de los sacramentos y de la divinidad y capacidad redentora de Cristo y se oponían a toda autoridad establecida. Según cuentan los cronistas de la época, practicaban el amor libre, el nudismo (inspirados en las doctrinas adamitas del siglo II en el norte de África) y la magia. Como confesó uno de sus miembros ante la Inquisición, los hermanos del Espíritu Libre —también conocidos como bons enfants, amaurinos, pauperes Christi, picardos, mineros…— preferían que el mundo fuera destruido antes de que «un hombre libre se abstuviera de un acto que le pida su naturaleza».
Aunque tuvo su centro neurálgico en las regiones de Flandes y Renania, la herejía del Espíritu Libre recorrió como un fantasma toda Europa. Sus raíces filosóficas provienen de autores como Amauri de Bene (s. XIII), para quien el infierno era la ignorancia (por lo que el infierno estaba en todos «como un diente podrido en la boca») y no había más vida que esta; u Ortlieb de Estrasburgo (s. XIII-XIV), que decía que «el hombre debe abstenerse de las cosas externas y seguir las respuestas de sí mismo». Dicen que la Hermandad del Espíritu Libre fue más un sentir popular —«una tendencia mórbida y una exageración de la piedad mística»— que un movimiento organizado, y de ahí su fácil propagación. Las ideas que surgían fruto de las discusiones teológicas en universidades como la de París se extendían entre el vulgo a través de la actividad propagandística de hombres y mujeres, la mayoría laicos. El mismo El Bosco, el pintor, podría haber formado parte del movimiento, como afirma el historiador de arte Wilhelm Fraenger. Otras figuras notorias que contribuyeron al pensamiento del spiritus libertatis —muchas veces renegando de él— fueron Johann Tauler (1300-1361), Jan van Ruysbroeck (1294-1381), Heinrich Suso (1300-1366) y Johannes Eckhart (1260-1327), quienes insistían en la aspiración hacia la perfección mediante la unión del individuo con dios. Los documentos de la época son confusos a la hora de definir y delimitar todas estas corrientes místicas y muchos testimonios fueron bajo tortura. De ahí que podamos encontrar hermanos del Espíritu Libre en todos lados y en ninguno, confundiéndose estos con valdenses, cátaros, fraticelli, apostólicos, loístas, turlupinos, anabaptistas, lolardos, begardos, beguinas… Estos últimos —y su marca masculina, los begardos—, jugaron un papel fundamental en la difusión de las ideas de perfección y libertad absoluta. Una de las más destacadas mujeres del movimiento del Espíritu Libre fue Margarita Porete, mártir revolucionaria a quien la Iglesia acabó haciendo a la brasa en 1310 por tocarles la moral con un libro titulado El espejo de las almas simples.
Como se oponían también a la familia patriarcal y al matrimonio, no fueron pocos los que abandonaron sus hogares para predicar por las ciudades o vivir en comuna. Para los hermanos del Espíritu Libre no había ninguna diferencia entre ellos, todas y todos eran iguales y tenían completa libertad. Para Jean de Brünn, torturado en Colonia en 1335, dios había creado todas las cosas en común, por lo que todas las cosas debían ser compartidas por los hermanos del Espíritu Libre. Si un hermano del Espíritu Libre necesitaba cualquier cosa solo tenía que pedirla y, si no se le daba por las buenas, tenía derecho a azotar al que se negara.
Sea como fuere, este tipo de doctrinas que atentaban contra «el buen orden de la sociedad cristiana» (Inocencio III dixit) se extendieron por campos y ciudades por boca de mendicantes, disciplinantes, flagelantes y, como hemos mencionado, beguinas y begardos. Al grito de poenitentiam agite (o penitenziagite, como farfulla un dulcinista en El nombre de la rosa), grupos de pordioseros recorrían las calles anunciando el fin de los tiempos y llamando al arrepentimiento. La sensación general desde antes del año Mil —de ahí el nombre de milenaristas— hasta el final del Bajo Medievo era que el mundo se iba al garete y no eran pocos los que como Fernando Arrabal proclamaban: «¡El milenarismo va a llegar!».