Una visita a los 'Evangelios apócrifos' ofrece una reveladora biografía de la infancia del niño Dios cargada de una violencia, crueldad y tiranía pueril que haría vomitar a Montessori.
Leyendo los Evangelios apócrifos sorprende descubrir a un Niño Jesús terrible, además de comprobar el descenso en picado del prestigio de las palomas, a las que otrora se tenía por portadoras de buenas nuevas y hoy solo de enfermedades. Estos evangelios son aquellos que no cuentan con el beneplácito oficial de la Iglesia católica; algo así como las escenas eliminadas de la Biblia. Aunque no fueron aceptados en el canon del «Nuevo testamento», muchos fueron leídos y utilizados por diversas comunidades cristianas en los primeros siglos. Retratan a un Niño Jesús caprichoso, letal, tirano, rencoroso y abusón. Un pequeño matón endemoniado. Más malo que el niño ligre que asolaba la Alameda de Hércules en el ocaso de los noventa. Tampoco lo tuvo fácil: origen no fornicario, madre adolescente, padre ausente, un padrastro anciano a su vez padre de seis hijos de otro matrimonio, perseguido y acosado constantemente en un entorno plagado de lepra, endemoniados, palomas, ángeles y sacerdotes.
Como es sabido, sus orígenes son extraños, misteriosos y difíciles (de creer). La historia de la Virgen María, una doncella hebrea destinada al templo desde los tres años, da para varios compendios y anécdotas sobre penurias y esclavitud de la mujer. Para conocer la infancia del niño yisus, no es mal punto de partida el nacimiento y la visita de los magos de Oriente, que traían como presentes oro, incienso y mirra. María les correspondió con uno de los pañales del niño. Los magos «se sintieron muy honrados en aceptarlo de sus manos». Tiempo más tarde, acababa de limpiar y tender los pañales del Niño Jesús, cuando llegó un «niño endemoniado», hijo de un sacerdote, y se los puso en la cabeza cual bandana de El Arrebato. Al instante, los demonios salieron de su cuerpo y quedó como nuevo. Del mismo modo, el agua del baño, su sudor o el simple hecho de cogerlo en brazos, curaba los peores males, la lepra o las posesiones, que en aquellos tiempos pegaban fuerte y eran trendy.
Con tres añitos cumplidos estaba Jesús en Galilea jugando con la muchachada junto al río Jordán. Estaba haciendo unas balsas en la orilla, abriendo boquetitos en la arena y haciendo discurrir el agua de la corriente «con solo su mandato» (guiño). Uno de los niños, envidioso, cerró los orificios estropeando su obra de ingeniería. Jesusito balbuceó: «¡Ay de ti, hijo de la muerte, hijo de Satanás! ¿Te atreves a deshacer lo que yo acabo de construir?». Y al momento quedó muerto el rapaz, con el consiguiente sofocón de sus padres y el gentío enfurecido clamando justicia. José le dice en voz baja a María: «Yo no me atrevo a decirle palabra. Avísale tú». La buena de María con tiento le pide explicaciones a Jesusito, que dice que se lo tenía bien merecido por destruir su obra. Montessori, ¿dónde estás cuando se te necesita? Al final, viendo disgustada a su madre, resuelve dando un patadón en el culo al difunto, que resucita. Recuerden que esto no es fantasía, solo evangelios de descarte.
El jovenzuelo no escarmienta y a los pocos días vuelve a hacer lo mismo, maldiciendo al niño polvorilla, que «al instante quedó seco a la vista de todos y murió». «Formose entonces una confabulación contra Jesús», comprensible por otra parte, pero justo antes de ser linchado, el niño Dios (¡tres años!) levanta de la oreja al niño muerto, le dice algo que la turba no llega a oír y lo revive. Qué máquina.
Jesusito de mi vida era carne de Supernany, Hermano mayor o un centenar de talleres de educación emocional en tu granja escuela ecosostenible favorita. «Nadie osaba irritarlo, no fuera que le maldijera y quedara ciego». José le reprochaba que el pueblo los odiara por sus trastadas. Jesús, más chulo que un ocho, dijo: «Bien sé que estas palabras no proceden de ti, mas por respeto a tu persona, callaré. Esos otros, en cambio, recibirán su castigo». Y a los que habían hablado mal de él los dejó ciegos. José perdió los nervios y le dio un tirón de orejas y el mocoso le contestó: «Tú ya tienes bastante con buscar sin encontrar. Realmente te has portado con poca cordura». José tragó saliva.
Otro buen día, unos chavales, en cuanto lo vieron, echaron a correr. Presas del pánico, se escondieron en el horno de una casa cercana. Jesús, tras charlar con las mujeres de la casa, dice: «¡Venid aquí, cabritos, en torno a vuestro pastor!». Y, cómo no, los nenes salieron del horno convertidos en cabritos y triscaron a su alrededor. Las mujeres, espantadas, imploraron que deshiciera el hechizo, a lo que Jesús accede para, a continuación, una vez devueltos los chiquillos a su estado natural, sentarse sobre ellos y exigir que lo traten como a un rey, oh, ¡WTF!
Toda adolescencia se refleja en la escuela, donde Jesús se dedica a encararse con los maestros con una labia que les deja pasmados. Alguno le levantó la mano, que al instante «se le quedó seca» y murió.
José temía que «alguien le pegue maliciosamente y se nos vaya a morir». Prueba de la perspicacia del anciano carpintero. María, con más tino, comienza a convencerse de que el niño es inmune y tiene superpoderes, pero no se resigna a verlo convertido en un nini. Le dice a su hijo: «Me preocupa que hemos puesto sumo empeño en que aprendieras durante tu infancia todos los oficios y hasta ahora no has hecho nada en este sentido ni te has prestado a nada. Y ahora que te has hecho mayorcito, ¿cómo quieres pasar la vida?». Esta charla sigue viva en muchos hogares veinte siglos después. Jesús se defendía diciendo que él hacía milagros, que su hora no había llegado aún y le pedía que tuviera paciencia.
Y por fin, a los catorce años, Jesús madura, dejando atrás su gandulería y sus instintos homicidas. Se porta bien con sus padres, mantiene ocultos sus milagros y se dedica al estudio de la Ley. Así, hasta cumplir los treinta. Luego, ya saben, se hizo más famoso que los Beatles. Y hasta aquí podemos leer, que no es cometido hacer spoiler.