nº54 | lisergia

Anecdotario del verano

Los días pagados sin trabajar son una de las migajas que la clase obrera le arrancó a la burguesía. Hoy, las vacaciones son martirios estresantes, programadas para alienar a las masas fuera del puesto de trabajo.

«Arde la calle al sol de poniente», decía Radio Futura anticipándose a este verano de la caló. El mundo cambia y nos adaptamos, aunque esto suponga cocernos en nuestro propio jugo poco a poco, no vaya a ser que asumir el cambio climático nos genere ansiedad. Por eso, el Orfidal ya se receta para poder planificar las vacaciones. Porque, pese a esa contractura invalidante o esas hemorroides emocionales justo al día siguiente de comenzar el descanso estival, necesitamos ese momento para creer que un mundo nuevo es posible.

Hay que asumir que la reina de la fiesta, la playa, está ya demasiado democratizada y sobreexplotada. ¿Cuántas familias se fueron este julio en plena levantera, que es que no se podía estar, y se han tenido que pegar las dos semanas encerradas en el zulo vacacional de veinte metros cuadrados? La playa cada vez está más imposible. Es que lo prohíben todo: jugar al fútbol, hacer barbacoas, construir castillos, fumar, mear en el agua… Y cuando despenalizan algo, como Kichi con el nudismo en las playas de Cádiz, la gente bienpensante se echa las manos a la cabeza. Qué chasco se llevaron. Al día siguiente fueron a monsergar a la Caleta y solo vieron personas paseando con ropa. Quien quiera gente en pelotas que se vaya a un camping nudista, donde el matojo y la depilación extrema se dan la mano entre aceites y potingues protectores.

Pero no todo va a ser despelotarse en vacaciones. También está el turismo cultural en alguna ciudad etiquetada como clásica, donde subes a la torre de su icónica catedral, justo la misma idea que ha tenido un millar más de turistas, en un espacio del medievo de unos dieciséis metros cuadrados y una escalera de sesenta centímetros de ancho. Y mientras discutes con una piara de compatriotas que si no dejan bajar primero no se puede subir, recuerdas la avalancha del estadio Heysel de Bruselas y te imaginas a turistas borrachos meando sobre los cadáveres que asoman entre los restos de la preciosa torre en cuyo derribo involuntario has participado activamente. Esto también es colapsista.

Y hablando de colapso, seguramente mucha gente que lee El Topo aprovecha el estío para formarse en resiliencia y en lo ecosocial. ¿Quién no ha acabado en el típico campamento militante apuntada a mil historias porque todo parece interesante y le da cosa decir no?: grupo de podcasts, taller de teatro, club de lecturas, masajes o, incluso sin querer, proselitismo vegano. Sitios donde se puede conocer a una típica familia aljarafeña preparacionista que explica con orgullo cómo han hecho una trampilla en el garaje para acumular agua y conservas. Y que realmente están deseando terminar el cursillo este de los jipis para encerrarse en su urbanización y esperar fuerte a que llegue el fin del mundo de una vez, allí entre latas de atún y mejillones en escabeche. En fin, lo que más se aprende en estas experiencias es a no pestañear mientras se guarda silencio de forma ambigua.

Para contrarrestar el efecto caníbal del capitalismo vacacional, se extiende como la pólvora el ecoturismo, que es igualmente capitalista, pero menos, y más bonito y respetuoso. Un reencuentro con la naturaleza y la tradición. Muy interesante todo hasta que los ladridos avisando de las alimañas en torno al ganado en lo más oscuro de la noche y las ovejitas con el cencerro correteando a las cuatro de la mañana, o los gallos cantando al despuntar el alba nos hacen añorar el sonido esclavizante del despertador urbano laboral moderno. Y al día siguiente, el plan de ruta por la sierra con treinta grados a las ocho de la mañana naufraga en la venta más cercana. Eso sí, de fondo en tu cabeza suena la musiquita de El hombre y la tierra y la sintonía de El bosque habitado.

Los pueblos okupados o ecoaldeas están en el top anticapi del ecoturismo para ecoturistas anticapis que por suerte pueden disfrutar de vacaciones. Suelen ser sitios remotos, sin cobertura, ideales para desconectar, en el que siempre hay un punto, a un par de kilómetros, en lo alto de un árbol, donde se pilla una rayita (si tienes Vomistar), suficiente para mandar whatsapps con las fotos que ilustran lo bien que se desbroza una era cuando no se trabaja por un sueldo. Todo hay que decirlo, mucho Walden y Capitán Fantastic pero, tras varios días comiendo calabacín asado y escalibada o masticando vinagretas como summum de las chuches, muchas de estas visitas suelen acabar en el primer McDonalds que se cruzan nada más volver a esta sociedad tan sádica y entrañable.

A veces, lo mejor para no caer en la tentación de un verano canónico, con agenda repleta y gastos excesivos, es hacer un viaje hacia el interior. No hacia la Meseta, sino al interior de cada cual, aprovechando que es una época ideal para darle un empujón al desarrollo personal. Es barato y se basa, básicamente, en hacer propósitos que difícilmente se cumplirán. Como depurarse el hígado y el bazo a base de jugo de remolacha y zanahorias con jengibre, aunque luego sea dificilísimo evitar reliarse y sucumbir a las visitas sorpresa, a la cerveza espontánea, al concierto improvisado, a la coca y al speed. Es el problema de quienes prometen focalizarse en bebidas como el ayrán o el ajoblanco para no estar todo el día con la cerveza y acaban echándole un chorrito de vodka al gazpacho. Otro de esos propósitos habituales es el de escribir una novela, la primera, aunque luego los mandaos, las limpiezas, el calor y la cerveza sabotean la historia, dando por bueno aquel hilo inquietante de Twitter en el que Sergio Ramos se ahogaba delante de uno que grababa la escena con su teléfono. Porque la literatura es una de las grandes víctimas del verano. ¿Quién no ha querido ponerse en la piscina con Pérez Galdós y al final no pasa de leer El poder del ahora versión pantalla de móvil?

Vacaciones, visto lo visto, hay para todos los paladares e ideologías. Demos gracias al sistema que le viene bien que tengamos vacaciones, aunque sean más estresantes que trabajar. Por eso, quien no las tiene es porque ha flojeado todo el resto del año.

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Galería Taberna ANIMA, propiedad del austriaco Peter Mair, que en 1985 recaló por el Barrio de San Lorenzo y abrió este negocio.