nº25 | lisergia

Bai, bai, curri

Durante once siglos la palabra trabajo evocaba al tormento y la tortura. El equipo de Lisergia glosa este breve repaso a la historia de la labor remunerada, el esclavismo, la revolución industrial y tu futuro laboral en la era de la robótica.

El otro día, ojeando el ABC en nuestra tasca habitual, escuchamos a una voz estentórea decir «trabajar, a nadie le gusta, pero a ver quién se puede quitar de hacerlo». Cierto es que el trabajo nunca ha contado con muy buena publicidad. Hemos escuchado cienes y cienes de veces cuál es el origen de la palabra trabajo, que deriva del latín tripalium, una máquina que tenía el doble uso de sujetar a las bestias y torturar a los esclavos. En el siglo XI, según el lingüista y lexicógrafo Alain Rey, trabajar era sinónimo de tormento psicológico o sufrimiento físico. Y es que eso del trabajo como fuente de realización personal y de éxito es una idea de anteayer. De hecho, desde comienzos de la historia, quienes han podido han dejado sus puestos de trabajo para que lo aprovechen otros. Por lo general el trabajo ha sido considerado en distintas épocas y lugares como una maldición, como un esfuerzo fatigoso y, sin embargo, difícil de sortear. Aun así, desde la antigüedad, el concepto ha sufrido campañas de lavado de imagen pues ya saben que el uso de la fuerza para que trabajen por ti supone un elevado gasto y además no garantiza nada a largo plazo. Así pues, prefiriendo que la gente trabaje por convicción a que lo haga bajo el restallar del látigo pusiéronse a resignificar. El propio romano Horacio trataba de convencer a sus esclavos con la célebre frase «el placer que acompaña el trabajo pone en olvido a la fatiga». Los esclavos en la Antigua Roma no solo ejercían los oficios típicos de la working class. Como observa Paul Veyne, «un esclavo podía ser, tanto criado o sirviente como el ministro de Economía del emperador, el profesor de griego y latín de los hijos de un legislador romano como un gladiador». Fue entonces cuando una cantidad formidable carecía de todo bien propio «y se veía lanzada a trabajar para patronos sin la responsabilidad del viejo dueño», en palabras de Antonio Escohotado.

Luego, algunos siglos más tarde, la heredera del Imperio romano llegó a santificar el trabajo (igual que los nazis con su famosa camiseta Arbeit macht frei (el trabajo os hará libres), aunque pronto la costumbre de vivir con el sudor del de enfrente la adoptó la aristocracia. Y, más tarde, la burguesía emergió como clase emprendedora. En este caso su objetivo, según William Morris, no era la producción de bienes, sino «el logro de una posición social (para ellos o para sus hijos) que les permita no trabajar en nada».

Históricamente, en el mismo movimiento industrial obrero se pueden encontrar lecturas diferentes. Por un lado, las corrientes más vanguardistas o progresistas exaltaron la condición de trabajador identificándola con la utilidad social y contraponiéndola al discurrir parasitario de la burguesía. El trabajo no era visto como un derecho sino como una obligación —más o menos explícita— de todo individuo sano y capaz. Ya sea por imperativo moral o legal, todos los miembros de la comunidad tienen que arrimar el hombro. Al propio Marx le embajonaba el hecho de que «el hombre encuentra su goce en comer, en el acto de reproducirse, en vestirse, cuando puede, en suma, en su parte animal, pero no en lo que lo diferencia de estos: en el trabajo». Pero, por otro lado, desde el mismo movimiento obrero se vislumbraba que en el fondo lo chachi sería no trabajar o, como calculaba en 1902 Kropotkin, los miembros de cada comuna deberían trabajar entre cuatro y cinco horas diarias durante dos décadas para poder vivir todas cómodamente. Y lo flipaba, por ejemplo, con los novísimos lavavajillas de la señora Cockrane que por entonces comenzaban a comercializarse en los Estados Unidos y que ahorraría cienes y cienes de horas de trabajo. En sintonía, la introducción de las máquinas en las fábricas no fue precisamente bien recibida por los trabajadores del XIX. Si no que se lo pregunten al movimiento ludita inglés que se dedicó a destruir telares, trilladoras, molinos y cualquier maquinaria que les hiciera sombra. O a los campesinos que en 1821 asaltaron Alcoy y destruyeron 17 máquinas de cardar.

En la misma línea decía Agustín García Calvo que si el paro llegara al 50% se correría peligro de que la gente descubriera que no hace falta trabajar tanto. Se preguntaba: Por qué a ellos, a los de arriba, […] no se les ocurre pensar en la solución elemental al problema del paro […], es decir, turnos, jornadas de cuatro horas, o de menos, duplicación por tanto inmediata de los puestos de trabajo y al mismo tiempo eliminación de cosas como la semana y las vacaciones; todos los servicios que puedan ser útiles para algo podrían estar abiertos continuamente, de manera que todo el mundo trabajara, ya que se empeñan en que todo el mundo trabaje.

Y siguiendo el ciclo, con este mismo dilema nos vamos a encontrar ahora, fite tú por dónde, a causa de la robótica. Según la consultora McKinsey, el 60% de los empleos podrán ser automatizados en un futuro muy próximo. El 47% de los puestos de trabajo actuales de Estados Unidos está en riesgo de automatización, y el 54% en Europa. Y estas previsiones traen de cabeza no solo al currela que lee el diario acodado en la barra del bar, también al prohombre que dicta el periódico desde su poltrona, hasta el punto de que incluso en el Foro de Davos se habla ya de Renta Básica Universal. «¡Sí se puede!» dicen que se coreaba en la gala de clausura del año pasado.

Seguramente lo que esté aquí en cuestión sea el acceso a las riquezas y la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas. El hecho de que se automatice el trabajo (especialmente los más penosos, difíciles o aburridos), ahorrando así esfuerzo y tiempo, no tendría por qué ser una mala noticia. De momento, seguimos expuestos a esta maldición que, en tiempos de movilidad laboral y emprendimiento, nos lleva a las palabras del anarquista Severino di Giovanni: Y mientras imprecamos en contra del trabajo, lo maldecimos también porque se nos va, porque es inconstante, porque nos abandona —después de un breve tiempo: seis meses, un mes, una semana, un solo día—. Y he aquí que, transpuesta la semana, pasado el día, la búsqueda empieza de nuevo con toda la humillación que ella entraña para nuestra dignidad de hombres.

Seguramente se cumplan los tristes pronósticos de Morris, pero al mismo tiempo el trabajo asalariado quedará completamente expuesto y hará más evidente la injusticia y el nonsense del sistema capitalista. Y para no cerrar el artículo con «sistema capitalista», que queda muy panfletista, celebremos la abolición del trabajo asalariado coreando: «Bai, bai, curri! Cero dramas, siempre smile».

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