En estos días de coronamiento colectivo por confinavirus florecen en los maceteros los chivatos de balcón, recreadores cotidianos de la historia de Juan Castillo, que emulan a Joaquín Gambín o a Jacobo Morcillo como peces en el agua de este Estado policial al que ya llamamos «nueva normalidad».
El huracán de la amenaza a las libertades individuales, que nos ha traído el confinavirus, propicia el florecimiento en cada comunidad de vecinos de un juez Dredd: ese agente de la ley estadounidense de un futuro distópico que aúna en un solo elemento los poderes fácticos de policía, juez, jurado y verdugo. Aquí hay peña que ha gozado del confinamiento. Tela. Gente a la que no le dolería que hubiera pandemias cada tres meses para no tener que salir nunca. Y no son los jugadores de rol fotofóbicos, los hikikomori, ni otros seres de la mitología contemporánea. Existe otro tipo de personaje más tenebroso que ha salido a la palestra en estas últimas semanas, que ha disfrutado lo que no está escrito eso de asomarse al balcón y ejercer el voyeurismo envenenado para creerse espías y jueces en defensa del sistema. Chivato, chota, soplona, acusica, snitch, bocas, buchón… diversas maneras que tiene el pueblo para referirse a quien delata, esa persona que denuncia o acusa a alguien, especialmente si lo hace de forma secreta y ante las autoridades.
Las chivatas de balcón antes se limitaban a mirar por la mirilla de la puerta e impartir ley marcial de patinillo. Ahora tienen una tarea importantísima: trabajar por el bien común, vigilar, denunciar y juzgar a todo aquel que se salta la norma del estado de alarma. Les encantaría contar con un buzón como el que había en Venecia en la Edad Media, con boca de león, para que las ciudadanas pudieran denunciar a sus vecinas. Ahora, los leones parecerían estar vomitando cartas de vecinas expertas en jurisprudencia en estado de alarma. Y puede que los wasaps de la comunidad de propietarias sean hoy día la arena del circo romano en la que queremos alcanzar el dolor y la gloria con mucha sangre de semejantes apuñalándose por compartir el yugo.
Ya querrían estas personas, entre visillos y medallas a la desconfianza, ser contratadas por el Servicio de Inteligencia o por la Policía Local. Sus ecosistemas favoritos son los Estados totalitarios y, Vox mediante, posibilidades habrá para que se reproduzcan. La Venecia de los dogos, la Alemania nazi, la Rusia zarista y la estalinista, la España de Franco o la Camboya de Pol Pot fueron terrenos fecundos para el chivaterío. Tiempos en que la ciudadanía contaba con un buzón abierto las 24 horas para poder denunciar a sus vecinas y en que menores delataban a sus papis y mamis (efectivamente, nos referimos a V, la mítica serie ochentera). Tiempos en los que incluso se convirtió en un oficio con profesionales patrios de la talla de Jacobo Morcillo, polifacético compositor, director, arreglista e intérprete de jazz y autor de La vaca lechera (sí, la del «tolón tolón»), que estuvo infiltrado en las filas de Durruti; Eliseo Melís Díaz, cenetista al servicio de la Brigada de lo Político Social; o Jacinto Guerrero Lucas el Peque, responsable de la caída de Granados y Delgado.
Toda buena chivata aspira a trabajar para el poder. Así lo hicieron históricas ratas como Joaquín Gambín Hernández, también conocido como el Grillo, el Rubio, el Legionario, el Murciano (jajaja, sí), el viejo anarquista, el instigador del incendio al Scala. Se metió hasta las cejas en el movimiento cenetista y revolucionario tras la muerte de Francisco Franco y fue denunciando a todos los que pudo, mientras la chavalería anarquista de Barcelona, inocente ella, seguía creyendo que era un ejemplo a seguir en los valores libertarios.
Nuestro chivaterío de balcón, sin embargo, se tiene que contentar con gritarle «rata inmunda» a aquella persona que sale más de la cuenta, aunque sea personal sanitario que vuelve de trabajar. O escupirle ese niño, aunque resulte ser autista. O meterle silicona en la cerradura a la vecina del tercero que no sale a aplaudir a las ocho de la tarde.
Desde la más tierna infancia, las personas intuimos que no está bonito chivarse de la compañera, que está mal ser una acusica igual que está mal ser una abusona. Una chivata nunca ha gozado de la simpatía de sus congéneres. Como mucho ha conseguido el aplauso de la policía o la palmadita en la espalda de la autoridad competente. No pocas veces lo ha pagado con su vida, aunque fuese, como en el caso de Judas, motu proprio. El problema, ahora, es que hay policía patrullando las calles mientras recibe un baño de aplausos.
En estos días se han multiplicado las llamadas a la policía de «ciudadanía preocupada» denunciando, pro bono, a sus vecinas por incumplir las normas del confinamiento. Se ha practicado a mansalva el voyerismo con veneno. No para resolver crímenes a lo James Stewart con pata escayolada, sino para meterse en la piel de un empleado de la Gestapo, la Stasi o el Club de Amigos del Comisario Villarejo. Son gente, generalmente en pijama, que desde sus balcones del linchamiento le echa la bronca por megáfono a cualquier transeúnte; que llama a la policía porque las criaturas del piso de arriba están haciendo ruido, o denuncia a infractoras que cuelgan sus vídeos en internet.
Desde la perspectiva de la justicia poética, al soplón de turno no le espera nada bueno. Las cárceles americanas popularizaron el dicho «snitches get stitches», que viene a decir que las soplonas acaban apuñaladas. La música tradicional española de finales del siglo pasado plasmó algunos de esos conflictos. Los navarros Kojón Prieto y los Huajolotes dedicaron una de sus rancheras a ese chivato al que «los días que le quedan son una cuenta atrás», y Nacho Cicatriz le llamaba «chota de mierda» asegurando que «pagaría su traición». Los Chichos cuentan en La historia de Juan Castillo como de un bucharnó (un disparo a bocajarro) le quitaron la vida por a pucabar (chivarse).
Esa persona chivata no es más que un producto de la sociedad en la que vivimos, hija de la intriga y la desconfianza. Su hábitat perfecto es el Estado policial. El chivatismo de pandemia —desinteresado y circunstancial— podría ser erradicado si hubiera mejores canales de comunicación en el vecindario. Si esas comunidades hacinadas en bloques verticales adoptasen una mentalidad más horizontal, la aterrada o la paranoica podrían expresar y resolver sus inquietudes en el seno de sus comunidades, obteniendo así el consenso de potenciales infractoras. En definitiva, poder decidir entre todas las personas, al margen de autoridades ajenas o impuestas, lo que se debe y lo que no se debe hacer, apelando a la responsabilidad individual y colectiva.