Hablar de emociones también es hablar de lo que pasa. El asunto emocional ya no se refiere solo a una cuestión del sistema cerebral intermedio, sino que se ha vuelto una cuestión más compleja afortunadamente, no solo neurológica. Hablar de las emociones, entiendo que podría referirse a la relación que hay entre el cerebro reptil, el sistema límbico y el neocórtex en su interacción con el mundo, de modo que el resultado de semejante hazaña, que muchas veces sucede en tan solo unos segundos, conforma nuestra forma de sentir, de ver, de percibir la realidad y de responder a los estímulos.
Hablar de lo emocional es para muchxs ralentizar, entorpecer el ritmo de la realidad compartida, que va a una velocidad indecente y presiona para que lleguemos a los estándares mínimos establecidos, como si fuéramos un producto, excluyendo así a quienes no pueden verse reflejados en el espejo mágico de la sociedad. Parar es romper y romper es romperse: menudo privilegio. La lucha por la supervivencia no es ya la de los seres vivos, sino la del propio sistema que aún se encuentra en una fase primitiva de cerebro reptiliano, con perdón de los reptiles. Esta huida hacía adelante es causa y consecuencia de la cultura de la guerra, la represión social, la podredumbre judicial y un largo etcétera de rabiosa actualidad. También de que muchas personas vivan al límite de sus posibilidades, ya no solo económicas, sino también psicológicas, vitales, que ponen en cuestión el significado tradicional de la palabra locura, como enfermedad.
Hablar de emociones en toda su complejidad es abrir las puertas del pasado, cerradas a cal y canto, y es romper el bucle infinito del futuro inmenso. Pero, sobre todo, es subjetivar la experiencia de vivir, compartirla, dejar de ser la mayoría por un minuto y empezar a ser lo que todxs somos, que no es lo mismo y que a la vez es lo que nos hace únicxs, capaces de cambiar el mundo.