Lo abstracto parece estar más cerca del mundo de las ideas que de la realidad terrenal más inmediata, esa que tanto nos preocupa en el estado actual de mera supervivencia, esa que nos quita el sueño y nos plantea tantos dilemas éticos. No vaya a ser que pensar en grande o tratar de entender lo aparentemente inabarcable nos lleve de nuevo a la inacción cotidiana, al vértigo de la existencia o a la recurrente sensación de que es imposible mejorar el mundo por más que lo intentemos. Como si hubiera algún momento, algún lugar en el que no lo hacemos; a veces las mismas, a veces diferentes, a veces incluso con riesgos tan importantes como el de multas, cárcel o el ostracismo de una sociedad que no lo vale, con sentencias ejemplarizantes, que no ejemplares.
Lo abstracto, aunque nos sorprenda, nos puede conducir también a conclusiones prácticas, aunque por prejuicio lo consideremos inútil, aburrido o paralizante. De ahí, que hayamos apartado la filosofía o la poesía de la vida cotidiana, en pro de lo concreto, ese espacio definido, ubicado, el uno más uno dos, el ojo por ojo, lo obvio, lo práctico.
Por ejemplo, ¿cuál es la diferencia entre un sustantivo y un adjetivo? Cualquiera pensaría que el primero es la partícula fundamental y autoexistente, y el segundo, el adjetivo, aquel accidente que expresa una cualidad de la sustancia, secundaria, dependiente. No obstante, esto es otro prejuicio. Los sustantivos han sido puestos al servicio de cualquier color, del mejor postor, y todo, por querer ser por sí mismos, sin adjetivos. ¿Es que acaso todos los sustantivos son sustantivos? Yo creo que no. Es por eso que poco a poco se fue recurriendo más y más a la sustantivación del adjetivo, pues hay sustantivos que con el paso del tiempo han perdido su esencia y, por ello, ya no nos sirven tanto, salvo en un sentido romántico. La palabra revolución es un buen ejemplo de ello, porque nos hace perder el foco de algo quizás más importante y necesario, esto es, lo revolucionario.