nº64 | tema que te quema

La gran burbuja y el anillo verde de Sevilla

Hay muchas ciudades en las que prácticamente nadie anda por las calles. Ciudades muy cálidas en las que muchas calles no tienen aceras y, cuando las tienen, están ocupadas por motos y coches aparcados. Ciudades sin pasos de peatones y, cuando los hay, los coches no paran aunque vean la luz roja. En esas ciudades, la mayoría de la gente vive en la gran burbuja: entornos artificiales bañados de aire acondicionado y convenientemente conectados a internet, sus nubes y sus inteligencias artificiales. Pasan de sus casas —a veces con piscinas y jardines frescos— a sus coches y, de estos, a oficinas, centros comerciales, gimnasios y demás espacios aislados. Entornos de escasa calidad ambiental, demasiado cálidos, a veces muy húmedos y contaminados por gases tóxicos, partículas finas que llegan al cerebro, ruidos muy desagradables… Además, todo el mundo sabe que salir de la gran burbuja es peligroso, no solo porque puedes sufrir un golpe de calor, ¡también pueden robarte y asesinarte!

Sevilla se está convirtiendo en una de esas ciudades donde cada vez más gente está atrapada en la gran burbuja. Gente que no apaga sus coches, cada vez más grandes y pesados, cuando están parados, sea donde sea, incluso esperando a sus hijas en la puerta del colegio, de manera que las personas que están en la calle respiran el aire contaminado y cálido de sus tubos de escape, mientras esas personas siguen dentro de la gran burbuja, sin importarles lo que pasa fuera. Gente que, al mismo tiempo que enfría sus casas con aire acondicionado, está sobrecalentando las calles. Gente a la que, desde la gran burbuja, les parece que los árboles urbanos no valen para nada, es más, ensucian y ¡son peligrosos! Gente que, desde la gran burbuja, opina que las personas migrantes ¡son delincuentes!, aunque no las conozcan.

Los veranos sevillanos cada año son más largos y calurosos. Los mosquitos empiezan a transmitir enfermedades potencialmente peligrosas antes consideradas tropicales. Y cuando salen estos mosquitos, al atardecer, los pavimentos, el asfalto y las paredes de los edificios desprenden el calor acumulado durante todo el día. Sevilla, una gran isla de calor, que va camino de alcanzar un clima semiárido como el de Marrakech, o incluso más cálido y seco, en unas pocas décadas. Cada vez más gente en Sevilla se va encerrando en la gran burbuja, donde solo se relaciona con unas pocas familiares y amigas emburbujadas, miembras del club de los grandes exportadores de entropía. Y conforme más gente se va enclaustrando en la gran burbuja, más cálidas, desprotegidas, contaminadas e inhóspitas son las calles sevillanas.

¿Y qué hace el Ayuntamiento de Sevilla? Empuja a la gente a la gran burbuja al no reducir la contaminación, podar abusivamente, talar, no regar el arbolado urbano, construir aparcamientos rotatorios, reasfaltar las calles, ampliar las circunvalaciones, crear un rosario de centros comerciales alrededor de ellas, colocar la zona de bajas emisiones de vehículos en la Isla de la Cartuja, donde no vive nadie, destruir espacios remanentes de alta ecológica (como las lagunas de Sevilla Este y los valiosos ecosistemas del Cortijo del Cuarto e Isla Tercia), mirar para otro lado mientras se contamina el estuario del Guadalquivir con metales mineros, mantener el setenta por ciento del espacio urbano al servicio de los coches mientras la burbuja se extiende, incluso, bajo tierra… Eso sí, a miles de vecinas las condena sin luz en barrios obreros, desterradas de la gran burbuja, dejando ver su gran componente de clase (social).

Sevilla se va configurando como un territorio de sacrificio conforme más gente se ve arrastrada a la, en un principio confortable, gran burbuja. Así, el área metropolitana de Sevilla va atravesando umbrales tras los que no hay marcha atrás, mientras altos funcionarios de la Delegación de Urbanismo siguen jugando con la calidad de vida y la salud de la mayoría de la población. Así, por ejemplo, cuando planifican un nuevo espacio peatonal, lo hacen en zonas que puedan aprovechar para seguir ampliando la gentrificación y, además, lo hacen mal, porque no saben o no quieren diseñar jardines para una Sevilla del siglo XXI.

Las sevillanas que entran en la gran burbuja se unen a las mareas de guiris que la visitan también dentro de la burbuja, para quienes andar por las calles en vacaciones ¡es una enorme aventura, algunas veces realmente desagradable! Un turismo masivo emburbujado que también contribuye a inflar otra burbuja, la inmobiliaria.

La mayoría de la gente que pasa gran parte de su vida en la gran burbuja no es consciente de que esta es extremadamente frágil. La gran burbuja es un sistema abierto inter y ecodependiente que rema continuamente contra la corriente imparable del segundo principio de la termodinámica. Pero sus habitantes piensan que habrá materiales claves, combustibles y electricidad para mantener turgentes las finas paredes de la gran burbuja para el disfrute de ellas, sus hijas y sus nietas. Y quién sabe, se preguntan presas del tecnoptimismo si sus nietas podrán vivir en Marte, extendiendo la gran burbuja más allá del planeta Tierra. Piensan que nunca van a necesitar apoyarse en esas redes sociales de apoyo mutuo que teje alguna gente fuera de la gran burbuja. Gente que desconfía de su resistencia, no se siente cómoda en su interior y juzga moralmente negativo el mantenimiento de la gran burbuja. Porque, conforme se amplía la gran burbuja, más se degrada su entorno.

Otras ciudades, como París, van en el sentido contrario a Sevilla. Están reduciendo de forma acelerada el espacio para coches, mejorando el diseño y la gestión de parques y jardines, optimizando la revalorización de residuos urbanos, construyendo refugios climáticos, disminuyendo la contaminación, estableciendo sistemas públicos de transporte cada vez más eficientes, ampliando infraestructuras verdes… Sevilla podría moverse también en esa dirección de manera decidida, para lo que ayudaría sobremanera un proyecto ecosocial de infraestructura verde urbana que partiera del interior de la ciudad, la rodeara y se extendiera por su área metropolitana y más allá.

El «anillo», «cinturón» o «bufanda» azul y verde de Sevilla debería ser un punto y aparte en su gestión ambiental. Ello debería responder a las necesidades reales de la mayoría de su población, que, afortunadamente, aún no está totalmente absorbida por la gran burbuja. Para esto es esencial que esa gente decida qué servicios ecosistémicos quiere que la nueva Sevilla verde les ofrezca. Estamos tan acostumbradas a vivir en ciudades de baja calidad ecológica que nos cuesta imaginar escenarios urbanos realmente sostenibles. Nos cuesta pensar que podríamos recoger frutas y verduras de temporada en jardines comestibles junto a nuestra casa, que podríamos pasear durante kilómetros bajo arboleda de gran porte, disfrutando de una rica biodiversidad, sin respirar aire contaminado y sin ver siquiera un solo coche.

La idea del «anillo verde de Sevilla» debería de ir mucho más allá de lo que nos venden los alcaldes de turno, es decir, aprovechar espacios intersticiales no ocupados por asfalto para colocar un camino con árboles que impulse la especulación urbanística alrededor. En plena crisis ecológica global y en los albores del final del diesel barato, los coches deben dejar paso a calles totalmente arboladas que desde los barrios conduzcan a una periferia boscosa y agroecológica en la que se disfrute de la práctica de deportes y artes. Una periferia verde en la que el ocio no vaya unido al aire acondicionado y al poder adquisitivo. Un territorio que no esté en manos de inmobiliarias a la espera del próximo pelotazo urbanístico. Bosques mediterráneos de igualdad ecofeminista y espacios de convivencia en los que apetezca estar, incluso en verano. Ecosistemas periurbanos que generen miles de puestos de trabajo no alienantes. Sabemos cómo hacerlo a nivel técnico y científico. Hay mucha gente que echa de menos espacios verdes de calidad y otra mucha que no los echa de menos pero que los utilizaría igualmente. Naturalizar radicalmente nuestra ciudad depende de la voluntad política y, como esta no está en el Ayuntamiento, creo que hay que buscarla fuera. Nuestra calidad de vida, y nuestras propias vidas y las de nuestra gente, va en ello. La gran burbuja es un reflejo actual de la distopía socioambiental. El «anillo verde de Sevilla» puede ser un horizonte utópico hacia el que caminar.

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