Decidí que era mejor gritar.
El silencio es el verdadero crimen contra la humanidad.
Nadezhda Mandelstam
No hay nada más paradójico que poner palabras al silencio. Y no me refiero a un silencio de corchea, no me refiero al silencio metafórico que buscamos cuando nos alejamos del mundanal ruido; al vacuo silencio interior que obtenemos con la meditación, o al inalterable silencio administrativo, principalmente negativo, casi siempre muy a nuestro pesar. No, no me refiero a ninguna de estas acepciones menores del silencio con mayúsculas, ese silencio abismal, más antiguo que las palabras; inmenso e inabarcable con la simple mirada de quien quiere pasar página; destructivo y masivo, siempre a punto de explotar, si no fuera por nuestra incapacidad, nuestro miedo a parar y a parar de callar. Un miedo justificado, pues hablar tiene terribles consecuencias.
Me refiero al silencio anestésico de lo que se calla, en el que nos movemos como pez en el agua. Un silencio que va desde lo micro de nuestras almohadas, hasta lo macro de la inexplicable e inevitable humanidad. Un silencio cómplice que ocupa cada milímetro cuadrado de nuestra vida, cada rincón de nuestro pensamiento y que es directamente proporcional al subconsciente, que nada tiene que envidiar en tamaño y complejidad a la maldita realidad. Un silencio sinestésico y colmado, que sabe a fosa común, a desinformación y a manipulación mediática, que huele a periodistas y activistas asesinados, encarcelados, extraditados a lo largo del mundo. Un silencio por omisión, que ha sacado del relato oficial a tantas semillas que hoy nadie recuerda en todos los ámbitos de la vida; mientras, conmemoramos productos transgénicos cuya gloria existe gracias al silencio. Un silencio sideral que es como el manto negro que cubre el universo, cuyas estrellas parpadeantes no son más que poros supurantes de infección. Un silencio, el silencio, la piedra angular de nuestra historia, la materia oscura que nos impide vernos tal y como somos y mirar más allá.