Toda buena siesa que se precie odia el turismo y todo lo que conlleva. El turismo impide el paseo habitual de la persona autóctona, obligándola a modificar su recorrido y relegándola a espacios marginales que cada vez son más escasos, porque comienzan a ser conquistados por gente extranjera al construirse edificios turísticos que se extienden por rincones donde, hasta hace poco, solo habitaba el gaditanismo profundo. En este fenómeno, extrapolable a cualquier capital, la siesa siempre imaginaba carteles con eso de Territory available. Se sentía indígena expropiada, más bien cucaracha envenenada, por ese turista extranjero que hace manspreading por todo el barrio. Pero lo peor de todo era la falta de cultura playera. Gente embadurnada en crema mientras alimenta gaviotas como si fueran patos del parque. Familias serias que esperan al lado de familias autóctonas para ocupar su sitio una vez se haya guardado la última toalla, como si ese lugar exacto les perteneciera por destino. Conversaciones castellanas al teléfono con el único fin de demostrar cualquier poder adquisitivo; y, sobre todo, la falta de respeto por los espacios personales. Es cierto que, en ciudades como Cádiz, con playas urbanas de tradición familiar, es común ponerte siempre en el mismo sitio, conocer a quien se sienta en el lado contiguo, compartir la crema o el gazpacho mientras preguntas por el estado de salud de la madre e incluso vivir sin pudor las apreturas físicas de una marea plena. Pero eso es comunidad, lo otro es incultura. No es inusual que la gente de fuera coloque su toalla al lado de la silla de alguien desconocido, aunque haya sitio de sobra.
Sin ir más lejos, en una de tantas tardes veraniegas, la siesa se enfundó el bañador y se lanzó a la Caleta.
Cuando bajó la rampa de madera vio espacios suficientes y la gente distribuida con respeto y pudor. Paseó por la orilla buscando su sitio y divisó a una colega afín a la que saludó con dos besos. A su lado había una persona a la que también saludó con dos besos, por educación.
La vida siguió y nuestra siesa empezó a encontrarse a esa persona por la calle a menudo. Al principio solo levantaba la mano en un ¡ey!, después ya comenzaron a saludarse por derecho. Se veían en la cola de la plaza, en la de los helados, alguna vez en urgencias. Sin saber cómo, la relación comenzó a estrecharse y la siesa se vio acompañándola a hacerse una resonancia. La persona falleció antes de acabar el año y ella lo sintió en el alma. Habían hecho planes para los carnavales e iban a sacar un romancero.
Llamó a la colega afín:
̶ Estoy deshecha y no quiero ir sola al tanatorio, ¿a qué hora vas a ir tú?
̶ ¿Quién ha muerto?
̶ Bárbara.
̶ ¿Qué Bárbara?
̶ Sí hombre, la que estaba contigo en la playa esa tarde que nos vimos en verano.
̶ ¿Qué hablas? Si yo estaba sola. La que estaba al lado era una guiri que se me había pegado.