Frente a la inacción política internacional y el alineamiento con Marruecos del Estado español en relación con la situación del Sáhara Occidental, colectivos de mujeres de varios países han constituido en los campamentos saharauis la Plataforma Internacional de Alianzas para el Apoyo de las Mujeres Saharauis.
Laisa tiene tres años y vive en Dajla, la wilaya más alejada de las que componen los campamentos de personas refugiadas saharauis en la provincia argelina de Tinduf. Ha nacido allí, al igual que su madre y su tía. Ninguna conoce su tierra, de la que su familia huyó tras los bombardeos de Marruecos con fósforo blanco en 1976 durante la invasión del Sáhara Occidental. Todas viven en jaimas con lo mínimo para sobrevivir, pero con las puertas abiertas y una tetera preparada para compartir el té con quien llegue a sus casas.
Dajla está más lejos de la frontera con Marruecos que el resto de asentamientos, porque es donde llevaron a los supervivientes de aquella masacre. Era tanta la población herida que las enfermeras no daban abasto. Había pocos médicos y ellas se hicieron cargo de la situación sin prácticamente instrumental y con la escasa ayuda que iba llegando. Curaban y cuidaban a miles de personas destrozadas. Años después, gracias a su empeño y a la ayuda internacional, cuentan con muchas más infraestructuras y con una escuela de enfermería.
Galia tiene ventisiete años y Enguía ventitrés, viven en Auserd y Bojador respectivamente. Las dos han estudiado en la Universidad en Argelia y tampoco conocen su tierra, pero a diferencia de Laisa saben por qué y luchan por la autodeterminación de su pueblo y por poder vivir allí algún día. Están llenas de entusiasmo y trabajan para el Ministerio de Promoción de la Mujer de la RASD (República Árabe Saharaui Democrática). Salka tiene treinta años y hace artesanía en la Escuela de Arte de Bojador. Comparte el mismo objetivo que sus compañeras, pero también es crítica con algunas de las políticas del gobierno local. Todas ellas han nacido en los campamentos, son luchadoras y tienen mucha más conciencia de género de lo que nuestras cabezas europeas podrían pensar.
Como ellas, otras muchas y muchos saharauis ya adultos no conocen su país, el Sáhara Occidental, ocupado por Marruecos desde 1975. Una situación dramática que no ha logrado doblegar a una población que sigue utilizando todos los medios a su alcance (pocos) para alcanzar la justa autodeterminación de su pueblo. Desde el privilegio europeo, resulta sorprendente el empeño y la fuerza que manifiestan a pesar del abandono internacional.
La resolución de la ONU que aboga por el referéndum de autodeterminación y el apoyo de varias decenas de países —y, sobre todo, de la sociedad civil de muchos otros—, de momento, no ha dado resultados. Para empeorarlo, las declaraciones a principios de este año del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, apoyando la propuesta marroquí de considerar el Sáhara una autonomía —siguiendo la línea del expresidente de Estados Unidos, Donald Trump—, supuso un cambio histórico en la posición del Estado español respecto al Sáhara y un varapalo para el pueblo saharaui.
El conflicto pasa, quizá, por uno de sus peores momentos de los últimos años. Por un lado, la vuelta a las armas: el Frente Polisario volvió a declarar la guerra a Marruecos en 2020, tras casi tres décadas de tregua, después de que el Ejército marroquí desalojara a un grupo de civiles saharauis acampados que bloqueaban la zona sur de la fortificación de Guerguerat, en el muro de dos mil setecientos kilómetros de largo construido por Marruecos del que, por cierto, poco se conoce. Está fortificado con alambre de púas y trincheras, y forma uno de los campos de minas más grandes del mundo.
Por otro lado, el país vecino no oculta los intereses económicos que tiene en la zona, para los que cuenta con alianzas con distintos países, incluido Israel, con quien acaba de firmar un acuerdo por el que le permite hacer prospecciones de gas en aguas saharauis. Aguas que cuentan además con uno de los bancos pesqueros más ricos del mundo, sin olvidar las grandes reservas de fosfatos que tiene la región.
Este es el contexto político, pero debajo, como siempre, está la población civil. En los territorios ocupados, las vulneraciones de los derechos humanos hacia los y las saharauis que permanecen allí son continuas, según informa Amnistía Internacional. Y al otro lado de la frontera, más allá del «muro de la vergüenza», más de ciento setenta mil saharauis viven en campamentos de refugiados sin agua potable, prácticamente sin recursos y en guerra.
Miles de personas que, pese a esas carencias, han conseguido hacer lo más habitable posible unos asentamientos pensados, en su origen —al igual que cualquier campo de refugiados— como lugares de estancia temporal. Las cinco wilayas, entre las que se reparte la población, han logrado crecer y ofrecer unos servicios públicos mínimos en cuya creación las mujeres han desempeñado un papel esencial, como en el caso de las enfermeras de Dajla.
Y así lo comprobamos el medio centenar de mujeres que participamos en noviembre en la Marcha de Mujeres por el Sáhara. Una iniciativa promovida por el Ministerio de Asuntos Sociales y Promoción de la Mujer de la RASD, junto a la Asociación de Amistad del Pueblo Saharaui de Sevilla y con la colaboración de diferentes organizaciones sociales españolas.
Una semana no permite conocer la complejidad y los matices de una sociedad que vive desplazada y refugiada en un espacio inhóspito y precario. Sin embargo, pudimos comprobar la capacidad de organización, a pesar de la escasez de recursos, en cuestiones clave como la salud o la educación. La creación de dispensarios, hospitales, centros de educación especial, bibliotecas o la Casa de la Mujer ha sido posible en gran medida gracias a las mujeres. Para visibilizar su lucha se constituyó la Plataforma Internacional de Alianzas en Apoyo de las Mujeres Saharauis, que une colectivos que trabajan para promover la equidad y los derechos humanos. Se trata de una gotita en el océano que tiene por delante el pueblo saharaui para alcanzar la autodeterminación, pero todo cuenta en la lucha contra una injusticia social de casi medio siglo. Ojalá, al menos la pequeña Laisa, pueda envejecer en la tierra que arrebataron a sus antepasados.