nº8 | desmontando mitos

Ocupemos la vida

Estoy sentada en el sofá viendo la televisión. Miro el móvil: un whatsapp. Anuncios. Vuelvo a mirar el móvil. Alguien le ha dado un «me gusta» a un comentario que hice en un descanso del trabajo. Terminan los anuncios, empieza de nuevo Pesadilla en la cocina. Me divierte ver cómo la gente se gana la vida con sus negocios. Mientras tanto miro el Twitter. Creo que mi perro quiere jugar. Hago zapping. Bop Pop de En el Aire tiene una sección solo para comentar lo que otros publican en el Twitter. Lamentable, pienso. Me acuesto casi tres horas después. Estoy contenta de haber salido antes del trabajo.

A veces digo que no tengo tiempo para nada. No tengo tiempo para escribir, para salir a correr, para ir al campo con mi perro que ahora se conforma con que le lance la pelota apenas sin mirarle.

Con la excusa de poner la alarma, me quedo cinco minutos mirando embobada la pantalla vacía de notificaciones en mi móvil. Moviendo los pulgares, transitando sin rumbo el menú de mi smartphone antes de dormirme.

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La alienación del espectador en favor del objeto contemplado […] se expresa de este modo: cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo […].
Guy Debord, La sociedad del espectáculo, 19671.

Gran parte de mi trabajo diario consiste en lanzar mensajes en las redes sociales en busca de algún tipo de interacción. A veces, me siento como en una isla desierta intentando que alguien responda a mis ridículas peticiones metidas dentro de una botella vacía, preguntándome cómo coño he llegado a esa maldita isla si nadie vive allí.

Puedo pasar una media de ocho a diez horas delante del ordenador. Dos tardes a la semana vuelvo a conectarme para hacer los ejercicios de un máster online en el que estoy inscrita. Cuando termino de cenar lo único que me apetece hacer realmente es tumbarme en el sofá y dejar que la línea de actividad de mi cerebro dibuje una recta frente al televisor.

Es cierto que tener un trabajo de oficina es una gran suerte. Qué me digo, el trabajo asalariado es maravilloso. Te deja mucho tiempo libre para continuar conectado a una o dos pantallas en las que estar permanentemente conversando con los otros. Cómodamente desde el salón de tu casa, aislado en tu pequeña aldea dentro del mundo globalizado. Allí es donde quedan por las tardes todos los seres conectados. Todas las imágenes que proyectan esos seres.

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El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas, mediatizada por las imágenes.

Cuando visitamos los perfiles de Facebook y vemos los resúmenes del año tan fabuloso del que hemos sido parte, ¿qué es lo que realmente estamos mirando?, ¿con quién narices nos estamos relacionando?

Si alguien ha criticado alguna vez los reality shows como espectáculos chabacanos en los que la gente airea su intimidad bajo una impostura dramática, debe pararse a pensar qué es lo que hace con su tiempo cuando «bichea» la página de noticias del face mientras ponen los anuncios en la tele.

Yo me lo pregunto de vez en cuando. El otro cuando me lo paso concentrada en la pura contemplación de objetos. Y así se me coagula la vida, en esta parálisis visual en la que estamos inmersos.

Cada vez nos comunicamos más. Cada vez ocupamos menos. Ya casi no se nos distingue. Somos nodos de una red que no pesa, que no se ve por las calles, que no se atrinchera en las esquinas.

Hemos abandonado definitivamente el espacio público, nos hemos aislado y separado de nosotros mismos para convertirnos en una «muchedumbre solitaria» liberada, en parte, del tiempo de trabajo, pero condenada a producir un consumo constante (de imágenes, de información, de bienes) para poder soportar su ocio.

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El espectáculo es el momento en el cual la mercancía alcanza la «ocupación total» de la vida social. […] En este punto de la «segunda revolución industrial», el consumo alienado se convierte en un deber para las masas, un deber añadido al de la producción alienada. Todo «trabajo asalariado» de una sociedad se convierte globalmente en la «mercancía total» cuyo ciclo ha de continuarse.

Existen ciudades cuya urbanización fue pensada para evitar levantamientos. Es difícil que en un barrio como el Ensanche de Barcelona, el proletariado construya barricadas en sus avenidas. Es más difícil aun imaginarse a un grupo de hípsters barceloneses definiendo qué es el proletariado exactamente.

Dice Debord que todo lo que fracasa en su intención revolucionaria (transformar el mundo) está condenado a convertirse en espectáculo. Según Víctor Lenore, autor del libro Indies, hípsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, la cultura hípster tiene su base en un «elitismo al alcance de todos». Hoy en día no hay producto cultural que se defina como vanguardista que no acabe siendo fagocitado por el sistema al que supuestamente se opone. Todos podemos comprarnos un palestino en Zara por 10 € o jugar al comercio justo en el Starbucks.

Si decido abandonar mi sofá y dejar a un lado el rollo antisocial de las series online para irme a un concierto Heineken con mis amigos (del que subiré fotos al instante con mi Iphone 5) mi acción no se puede considerar precisamente transgresora.

Una cultura que «fomenta relaciones elitistas, con conciertos a ochenta euros, vinilos de edición limitada y eventos culturales exclusivos patrocinados por marcas pijas»2 nace de los restos del naufragio del 68 convertidos ahora en puro espectáculo. Allí donde fracasó el intento por transformar la realidad, estamparon camisetas con sus lemas.

Nos han contado que nuestro tiempo era nuestro, que teníamos la libertad de vivir como nos diera la gana, de elegir nuestro futuro, pero se callaron el precio que tenía y se nos olvidó nuestro pasado. Si no ocupamos la vida ya no tendremos ganas de cambiar el mundo: sino ganas de tuitearlo.

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El paralelismo entre ideología y esquizofrenia establecido por Gabel (La falsa conciencia) debe enmarcarse en este proceso ideológico de materialización de la ideología. […] Es lo que se impone en todo momento en la vida cotidiana sometida al espectáculo, que hay que entender como «socavamiento del derecho de reunión», sustituido por un hecho social alucinatorio: la falsa conciencia de reunión, «la ilusión de reunión». […] La ideología está en su sitio, la separación ha construido su mundo.

1 Todas las citas incluidas en este artículo proceden de la edición de La sociedad del espectáculo de Guy Debord realizada por la editorial Pre-Textos (Madrid, 2002).

2 Entrevista a Víctor Lenore realizada por Irene G. Rubio para Diagonal, octubre 2014, https://www.diagonalperiodico.net/culturas/24216-la-cultura-hipster-podria-definirse-como-elitismo-al-alcance-todos.html

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