Soy, o quiero pretender ser, parte de esa generación de hombres que han entendido que la lucha por la liberación de la mujer no pasa por desear que las propias mujeres se liberen. Como si nosotros no tuviéramos un papel fundamental. Como si no fuéramos quienes están impidiendo por acción o por omisión esa misma emancipación.
A muchos esta última ola feminista nos llegó levemente preparados. Ya habíamos leído algún libro sobre feminismo, conocíamos el trabajo de grupos de mujeres como Mujeres Libres. ¡Incluso dentro de nuestros sindicatos exigíamos una Secretaría Feminista! Algún pendiente por ahí, media melenita, y no ser un terrible Neanderthal nos convirtió de facto en feministas. Bueno, mejor no llamarnos feministas, así no parecerá que queríamos liderar la lucha. Mejor aliados, que suena bien y te posiciona en un lugar propio, donde tú, de nuevo, eres el centro.
Reconozco que era difícil no sentirse apelado, mis compañeras eran las que organizaban todas las manifestaciones; las que salían por las noches a llenar la ciudad de pegadas y pintadas; las que hacían piquetes y señalaban a todo macho. Pero no a mí. Yo no era señalado. Solo en pequeños grupos de confianza y cuando nos relajábamos; entonces alguna compañera me miraba mientras afirmaba que todos los hombres son culpables en alguna medida. Nos reíamos e inmediatamente soltaba: “No eres tú. Es tu marco teórico”. Un edicto que se recibe como el gran perdón que busca todo católico cuando en su lecho de muerte recibe la extrema unción y es expiado de todos sus pecados. Yo no soy culpable. Me han liberado de ser parte de un grupo cultural e ideológico que ha mantenido durante siglos doblegada a la mayoría de la humanidad. Y a partir de ahí, a seguir siendo como soy.
Pero el tiempo pasa, y nosotros somos nosotros y nuestras circunstancias. Saber que uno debe callarse, que debe apartarse circunstancialmente para dejar paso a sus compañeras y que debe encargarse de sus propios cuidados y del de sus seres más cercanos era fácil cuando estábamos en plena ola. Todo mi entorno cercano, el menos cercano e incluso los medios de comunicación hablaban sobre ello todo el tiempo. Uno apenas tiene nada que plantearse cuando te están marcando por dónde ir tan abiertamente. ¡Incluso te aplaudían por saber seguir aquel camino de baldosas amarillas moradas! Como para no verlo…
Alejarse del ruido y de las marcadas directrices ya es otro asunto. Las amistades son las mismas, pero las situaciones son más cotidianas, y se suceden escenas mundanas ajenas a toda conciencia política. Ahí, en los momentos más íntimos, solo puedes sostenerte tú mismo. Y es cuando descubres que las herramientas con las que contabas no eran tuyas. Y ahora te toca a ti demostrar que sigues siendo esa misma persona, deconstruida, revisada, aliada…
Y mientras luchas contra todo para seguir siendo aquél al que aplaudían por hacer proactivamente la compra de la semana, de pronto te ves en un entorno distinto. Rodeado de otros onvres que políticamente piensan como tú, pero que son incapaces de escuchar, de cuidar… Todo se vuelve una batalla por el liderazgo. Bajo el paraguas ficticio de estar en un espacio de seguridad, aparecen las bromas cínicas, racistas y machistas. Las risas no cesan y la cerveza fluye sin control. Levemente intentas hacer ver que esas cosas no son graciosas. Pero cada vez con una sonrisa más amplia en tu boca. Empatizas. Y ya eres uno más de ellos. Todo lo que creías que habías aprendido se derrumba en cuestión de minutos. Y lo único que te ves capaz de hacer es decirle a alguna de tus compañeras que necesitas tiempo fuera de ese entorno. Como intentando justificarte de que ese no eres tú, que te han embrujado. Avergonzado por saber que, si las circunstancias son las correctas, yo soy la peor —aunque verdadera— versión de mí mismo.
Querer aparentar ser otra persona es un trabajo que requiere de toda una vida. Y no existen datos que aseguren que eso sea siquiera posible. Nunca vamos a dejar de ser nosotros. Y nosotros somos producto de nuestro entorno y nuestra cultura. Somos de base: violentos, racistas, machistas, clasistas y cualquier otro ista que quieras incluir. Asumir esto es aceptar no solo que compartes género, color o estatus social con la clase dominante, sino que eres parte de ella y que participas activamente de las violencias y en la perpetuación de dicho sistema opresor. No digo esto para justificarnos. Eso sería aceptar y defender esta realidad. Negándonos el deber y la capacidad de rebelión. Y es que esa es exactamente nuestra función. Rebelarnos contra nosotros mismos. Cuando me preguntan si me estoy trabajando mi masculinidad o mi visión eurocentrista del mundo, no puedo responder otra cosa que no. En lo que estoy trabajando es en que mi masculinidad y mi visión eurocentrista mueran conmigo. Y mientras sigo vivo intento crear estrategias que me desconecten de ese yo que no quiero perpetuar; rodearme de personas con las que apoyarme mutuamente; seguir matándome poco a poco.
En el fondo, esta visión individual también es extrapolable al conjunto de la sociedad, la humanidad actual (en un conjunto amplio) no tiene la capacidad para autoemanciparse. Simplemente no sabemos ni qué significa. Pero sí podemos hacer todo lo posible para que, en algún punto de la historia futura, nazca una generación liberada de todo constructo de género, racista, capitalista, etc.
Conocer la realidad social y económica que nos rodea y que nos ha marcado nuestra forma de ser y de pensar es, sin lugar a duda, el primer paso para generar cualquier cambio en las generaciones venideras. Nuestro esfuerzo para que esas realidades cambien deben centrarse en cuestionar todo nuestro entorno y a nosotros mismos, y en la medida de lo posible poner en práctica todo lo aprendido. Aunque nos resulte incómodo y muchas veces ajeno a nosotros mismos. Serán nuestros actos y las experiencias que creemos las que eduquen, no las palabras. Y esa es nuestra obligación.