nº26 | ¿hay gente que piensa?

Señoras

Un par de semanas antes del 25N se celebró en Cádiz una mani de los colectivos feministas de la provincia. Me hizo ilusión porque desde hace años, la mayoría de mi vida protestante transcurre en Sevilla y también porque, sentimiento caletero mediante, reivindicar a la verita del mar me pone tela.

La mani entró a Cádiz cortando un carril de la autovía y estaba repleta de mujeres de todas las edades, pero muchas dejando un reguero invisible de carpetas de instituto tras de sí. Esto lo cuento para que os hagáis una idea del subidubi feminista con el que llegué al final de la mani en el Hotel Playa. Allí me esperaban mi madre, mi abuela y su hermana.

Me fui con mi abuela (79 años, traje de leopardo y chupa de cuero) y su hermana (82 años, capaz de quitarse el pijama a las 11 de la noche si la llaman las amigas para dar una vuelta) a tomarnos una cerveza. Mientras hablábamos de una cosa y otra salió un tema que quema. Que sí procés parriba, Puchdemón pabajo. Y mi abuela: “La Ada Colau esa es que no la aguanto”. Y su hermana: “Desde luego la que está liando”. Y me miran: “Y tú ¿que piensas?”. Yo he visto terceras guerras mundiales de sobremesa empezar por menos de esto, así que dije de corrido “Yocreoenelederechodelospueblosadecidirsobresufuturo – y cogí aire para añadir –  Pero igual es mejor que cambiemos de tema”.

Se miraron las dos y riéndose dijeron que sí, que claro. Y me preguntaron que si me hablaba con alguien, que si encontraba trabajo de lo mío… Y a mí de repente me entró como una alegría con un regusto muy amargo, una pena casi bonita, una confusión en el pecho que fue la culpable de  que las tortillitas de camarones se me hicieran un poco de bola agridulce. Y seguimos comiendo y pedimos dobladillos (que se están perdiendo y es una pena) y yo no paraba de pensar y de mirarlas y de quererlas y de tener unas ganas muy grandes de llorar sin ruido.

Por un lado, estoy segura de que si en lugar de haber sido dos mujeres (y dos mujeres de esa generación) hubieran sido dos tíos, o cualquier otro pariente hombre y adulto, nunca jamás hubieran consentido en cambiar de tema sin decir la última palabra. O la penúltima y unas cuantas más. Y me parece bonito, políticamente bonito, que ellas no quieran corregirme, ni convencerme de su opinión, que antepongan el bienestar común a su ego, que prefieran que nos bebamos otra cerveza riendo a tener razón. Pero las miro y me empieza a temblar algo muy adentro, porque en su renuncia a discutir también hay un peso antiguo de sumisión, una losa de cienes de “cállate que tú de política no entiendes”. Una conciencia de que corresponde a ellas la tarea de pacificar las sobremesas acaloradas, de restar importancia a los comentarios garrulos que avivan el fuego cuando ya arde media Troya. Y me agita una rabia blanda que resuena mucho rato.

Mientras nos bebemos el café, me pasan pensamientos-nube que no me esfuerzo en atrapar. Pienso que cuando los lemas pasan de la pancarta a la carne, nos atraviesan. Y me repito: “porque fueron, somos”. Y que también me hubiera gustado ser juntas. Que qué de victorias incompletas y cuántas derrotas exitosas. Que aquí seguimos, riendo.

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