En momentos de crisis el reforzamiento de la identidad nacional frente al otro surte efecto: cohesiona y mantiene la indignación de la población debidamente encauzada hacia cuestiones más emocionales que racionales. Es más fácil odiar al moro, al catalán o a la andaluza que a los fondos de inversión o a los grupos de presión empresariales. En estos momentos, la coyuntura socioeconómica dentro de nuestras fronteras constituye un caldo de cultivo idóneo para hacer crecer esos populismos identitarios: Un Estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionan correctamente, amplios sectores de la población desencantados, unas condiciones laborales cada vez más precarias, un desempleo estructural que ronda el 20% de la población activa y una ola de inmigración creciente, en su mayoría de personas que han sido expulsadas de sus países por nuestras guerras por los recursos.
A todo esto hay que añadir la más que probable y cercana próxima recesión económica, prevista incluso por los analistas más optimistas para antes de 2020. Las principales economías capitalistas están creciendo por encima de su equilibrio, un escenario insostenible durante mucho tiempo. Este crecimiento, que está sucediendo sin inflación, es solo un espejismo y se acabará en los próximos años. Según estos análisis, esta fase de expansión de la economía global está viviendo una prórroga inesperada por las políticas fiscales expansivas aprobadas por Donald Trump. Es un crecimiento artificial conseguido a partir de deuda que solo servirá para retrasar la próxima recesión y hacerla más profunda.
Pero la crisis económica no es suficiente para hacer crecer el nacional populismo; son necesarios los símbolos identitarios, hay que apelar a la emoción. La idea de escribir este artículo surge, de hecho, de la inquietud generada por la plataforma puesta en marcha por Ciudadanos hace unos meses llamada España Ciudadana. Todas tenemos aún grabada en nuestras retinas la imagen entre casposa y ridícula de un salón de actos repleto de personas, banderas de España, Marta Sánchez cantando el himno entre lágrimas y Albert Rivera diciendo que solo ve españoles. La escena generó cientos de memes y chistes, a la vez que revelaba el parecido del discurso del presidente de Ciudadanos con el de José Antonio Primo de Rivera sobre «España como unidad de destino en lo universal». España Ciudadana evidenció la reaparición del hasta ahora agazapado nacionalismo español (patriotismo constitucional según Rivera) con toda su artillería simbólica. Banderas, himnos y proclamas patrióticas han salido del armario sin complejos, alimentadas por el conflicto catalán, principal detonante, junto al nacionalismo vasco, de la explosión españolista.
Pero ¿por qué este episodio de patrioterismo 2.0 nos rechina tanto? Hagamos un poco de historia. No son pocos los autores que plantean la teoría de la débil nacionalización del Estado español, basándose en la tesis de que sus principales dispositivos nacionalizadores, el Ejército y la educación (en manos principalmente de la Iglesia), no consiguieron el objetivo de crear una conciencia/identidad de Estado-nación española. Por así decirlo, el proyecto democrático liberal y la idea de Estado-nación no triunfaron como en otros países europeos. Por contra, fueron el catolicismo y la derecha reaccionaria quienes enarbolaron el proyecto nacionalizador iniciando esta asociación entre Iglesia y Estado cuyo legado aún pervive. Es desde ahí desde donde se extiende un discurso referido a una unidad española sacrosanta que emana directamente de un derecho natural con todo lo que eso significa: todo aquello que cuestione este dogma es declarado enemigo del orden natural y justifica la violencia estatal (GAL, 1O en Cataluña) pero, aun así, es un discurso que seguíamos considerando minoritario.
Desde el Estado se intentaron otros instrumentos para construir una suerte de identidad nacional. Así, la música, las fiestas, el teatro y otras expresiones culturales fueron empleadas en este empeño. Aunque tampoco en esto se puede decir que hayan tenido el éxito deseado. Entre otras cosas porque algunos de estos símbolos fueron expoliados de una región, Andalucía, y descafeinados para el consumo estatal, produciendo como efecto una mayor reafirmación de las expresiones culturales locales que configuran las diferentes nacionalidades del Estado, propiciando un abono para el desarrollo de los nacionalismos periféricos.
Por otra parte, nos queda la pequeña anécdota del franquismo. Por mucho «café para todxs» que hayamos bebido a lo largo de los años que llevamos de régimen del 78, no se ha podido olvidar que, durante casi 40 años, Franco utilizó un arsenal de simbología «nacional» para justificar su existencia, mientras se cargaba entre 100 mil y 150 mil personas. Para terminar de comprender de donde nos viene el recelo hacia lo españó quedaría pensar cómo se ha afrontado la transición a la democracia. Una «modélica transición» que no ha condenado los crímenes realizados durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, que no ha enjuiciado a sus responsables, que no ha reparado a las víctimas y no ha reconocido los diferentes daños causados. La trazabilidad de familias del franquismo y élites político-económicas es, por el contrario, bastante fácil de hacer.
En estas circunstancias, ¿qué ha hecho despertar ese sentimiento nacionalista que parecía dormido y recluido en el fútbol y nostálgicos del franquismo? Parece claro que el catalizador principal ha sido la cuestión catalana. Nade hace reaccionar más al nacionalismo español que los nacionalismos periféricos. La posibilidad de una Cataluña independiente cuestiona ese discurso de la unidad de España como dogma inamovible. Un discurso que olvida que España no se fundamenta en un derecho natural, si no en un derecho positivo. Es decir, que el modelo territorial es un acuerdo, un pacto entre las personas que habitan un territorio, en un momento histórico determinado, y que como todo pacto está sujeto a revisión y a debate. Por el otro lado, no olvidemos que los nacionalismos periféricos caen en la misma retórica: un nacionalismo basado en una identidad inamovible a través del tiempo que se convierte en excluyente dejando fuera a personas que habitan el mismo territorio. Algo que en Cataluña ha aprovechado Ciudadanos utilizando con éxito el discurso de odio para enfrentar a la población migrante (principalmente del cinturón obrero), que se siente rechazada por el discurso esencialista, contra el catalanismo.
Las circunstancias, por tanto, deberían alertarnos. Crisis económica, migraciones, discurso de odio, enfrentamientos identitarios y partidos que alientan esas posiciones. Todos estos indicios conforman un panorama perfecto para que el discurso nacional populista triunfe, como ya está sucediendo en algunos lugares de Europa, si no construimos alternativas hacia una transición ecosocial justa que reconduzca la frustración y la rabia.