nº43 | política estatal

La comunicación de la memoria

La memoria democrática, histórica, social o colectiva, como en este texto preferimos tratarla, se asemeja a la lengua: ambas deben ser compartidas por un grupo determinado de personas; ambas evolucionan y se transforman con el paso del tiempo; ambas tienen vida y, cuando la gente deja de utilizarlas, ambas mueren. Tanto la lengua como la memoria son, frecuentemente, definidas y categorizadas. Sus usos se legislan y sus abusos se penalizan. Y tanto la lengua como la memoria son, hasta cierto punto, nuestras dueñas. Las palabras y gestos que usamos, en ocasiones, nos delatan contra nuestra voluntad, convirtiéndonos en vehículo de nuestro lenguaje y no al revés. La memoria colectiva, que heredamos a través de la comunicación, nos condiciona imponiendo significados, identidades e incluso traumas, convirtiéndonos en el canal por el que fluyen nuestros recuerdos y no al revés.

El control sobre la comunicación de la memoria colectiva es un poder tan codiciado como el control sobre las lenguas nacionales. Ambas batallas desatan similares pasiones exaltadas y enfrentamientos enconados (o al menos su interpretación) en el Congreso de lxs Diputadxs. Esta vez la lucha se dirige a la aún nonata ley de Memoria Democrática, que sustituirá a la aprobada en 2007 por el Gobierno del PSOE presidido por Zapatero. Quizás, antes de que la lucha se vuelva menos metafórica de lo deseable, deberíamos cuestionarnos la necesidad de una ley estatal sobre memoria colectiva, dado que las asociaciones memorialistas y las familias han estado encargándose durante más de veinte años de recuperar la memoria de las víctimas del franquismo con poca o ninguna ayuda por parte del Estado.

Si llegásemos a la conclusión de que una ley estatal podría resultar valiosa para el movimiento memorialista, aún deberíamos preguntarnos sobre la viabilidad del anteproyecto de ley que se presenta por el grupo socialista en el Congreso. Automáticamente surgen cuestiones como: ¿en qué posición quedan entonces las diversas leyes autonómicas que ya existen? ¿Serán los protocolos de actuación aplicables en todo caso y situación? ¿Podría la burocratización convertirse en el mayor obstáculo para la recuperación de la memoria colectiva? ¿De qué forma se comunica el Estado con las asociaciones y familias que integran el movimiento memorialista? La ley de Memoria Histórica de 2007 no recoge la diversidad de opiniones y objetivos dentro del movimiento memorialista, revelando la falta de diálogo entre el Gobierno y la ciudadanía, así como la carencia de políticas públicas de comunicación de aquel momento. Trece años más tarde no parece que mucho haya cambiado. La creación de un discurso común representativo de la complejidad y riqueza del movimiento memorialista en España podría ser una de las funciones del Gobierno que más constructiva resultara para la sociedad y para la memoria colectiva que se está construyendo en el presente. Spoiler alert: la proposición de ley no parece encaminarse en esa dirección.

La comunicación está plagada de símbolos que nos ayudan a descifrar el mensaje y la memoria colectiva tiene sus propios ideogramas. No es casual que una de las primeras decisiones del Gobierno en materia de memoria, antes de esbozar el anteproyecto de ley, antes de resignificar oficialmente la memoria con el sobrenombre de democrática, fuera sacar los restos de Franco del «valle de los Caídos» (seguramente el mismo Franco se habría escandalizado de lo lejos que han llegado las exhumaciones). Las exhumaciones componen el símbolo que mayor difusión —y, por lo tanto, mayor fuerza— ha adquirido en el relato sobre la recuperación de la memoria de las víctimas de la dictadura. El Gobierno jugó una carta de oro al enviar un mensaje en el que desposeía de autoridad a una representación clásica del autoritarismo en España. Sin embargo, ¿podría ser que esta jugada no fuera más que un farol? ¿Podría la memoria colectiva utilizarse por parte del Gobierno como un instrumento propagandístico con el que vende su imagen a una parte de la población, al mismo tiempo que crea espectáculo y agenda política a ritmo de discusiones en el Parlamento?

Tampoco puede ser casual que las novedades más sustanciales introducidas en la proposición de ley vayan dirigidas a la exhumación de las fosas comunes. Siguiendo la línea previamente marcada por autonomías como Andalucía, el Gobierno obliga al movimiento memorialista a colaborar con la administración pública, es decir, a solicitar permiso al Estado para toda acción memorialista que tenga «repercusión pública», incidiendo en la exhumación de fosas y traslado de restos. Se introducen, además, sanciones económicas para las infracciones. El texto alude a la responsabilidad moral del Gobierno de hacerse cargo del tratamiento y dignificación del recuerdo de las víctimas, independientemente del partido que se encuentre en el poder. Pero esta medida puede convertirse en una peligrosa arma de doble filo. ¿Acaso puede el Gobierno actual garantizar que el próximo partido en el poder no modificará la ley de Memoria Democrática hasta dejarla exánime o que no la derogará? 

En Andalucía tenemos el ejemplo presente de un Plan de Memoria Democrática (aprobado en 2017 por el último gobierno del PSOE en la Junta) que decreta la financiación, exhumación y dignificación (previo permiso gubernamental) de las fosas comunes en Andalucía; la creación de un banco de ADN y un registro de desaparecidxs; la supresión de todo símbolo de exaltación a la dictadura en lugares públicos; la promoción de la investigación y divulgación sobre la represión, etc. No obstante, desde que el Plan se puso en marcha en 2018, las actuaciones de la Junta en cuanto a memorialismo han brillado por su escasez; en 2020, bajo el pretexto de la pandemia, el presupuesto del Plan se ha reducido drásticamente y Queipo de Llano sigue enterrado en un lugar privilegiado en la asimismo privilegiada basílica de la Macarena. 

La pertinencia de la próxima ley de Memoria Democrática no debería medirse por la cantidad de promesas en su discurso, sino por la coherencia, sensatez, sensibilidad y pragmatismo de su relato. Su legitimidad debería medirse por la amplitud y profundidad del diálogo público en el que las medidas gubernamentales se apoyen. No olvidemos la conexión entre lengua y memoria. Las palabras tienen el valor que cada cual les otorga y, así, pueden convertirse en obras de arte tanto como en profundas heridas. Algunos recuerdos se convierten en representaciones de la lucha social por la justicia, y esa es una interpretación del pasado que nace de la ciudadanía. Ni el español (si es que tal lengua, efectivamente, existe) pertenece a la RAE, ni la memoria colectiva española (si es que tal relato común puede llegar a existir) pertenece al Estado. Tratemos de ser el cauce de la(s) memoria(s) que conduce(n) a un presente más justo y a una comunicación más digna.

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