nº36 | entrevista

Huerta La Alegría – Cultivando comunidad

Leticia Toledo Martín es agricultora, a secas, ni menos ni más. Aunque huye de las etiquetas, es la hortelana de la Huerta La Alegría, un proyecto que satisface las necesidades de verduras y frutas locales de temporada de unas 200 personas. En torno al proyecto se ha creado una comunidad que busca nuevas formas de intercambio económico que trasciendan lo monetario y donde las relaciones personales y las necesidades de las integrantes estén en el centro.

Agroecóloga, activista por la soberanía alimentaria y el ecofeminismo, integrante del Consejo Editorial de la revista Soberanía Alimentaria, ¿quién es Leticia Toledo Martín?

Lo que me define mejor es mi pasado familiar campesino. La agricultura como cultura de la tierra y no como iniciativa empresarial productora de bienes para el capital. Son mis bisabuelas y bisabuelos quienes me han dejado este legado que aún hoy creo que me queda grande, ya que lo vivo como un proceso de aprendizaje continuo.

Empecé en la agricultura desde el activismo y la búsqueda de la transformación social. Cuando vivía en Córdoba creamos un colectivo de trueque, Kotruko, donde también experimentamos con la moneda social (el truko). Esta iniciativa bebe de la crisis en Argentina a principios de los 2000 y de todos los proyectos de autogestión que de allí surgieron. Hablamos de 2002-2003, en Córdoba había una ebullición de proyectos sociales autogestionados. Pero nuestro Kotruko se encontró con sus limitaciones ya que más allá de intercambiar ropas, trastos usados y servicios, no producíamos nada ligado al territorio. Aquí entró en juego el término territorio, las tierras vacías, las casas vacías y el movimiento de los Sin Tierra de Brasil, que nos servía de inspiración y aprendizaje. También entablamos contacto con el Instituto de Sociología y Estudios Campesinos (ISEC) y a nivel estatal empezaba a formarse una red de iniciativas agroecológicas con gran variedad de formatos. Este contexto generó un proceso de reflexión en el colectivo que viró hacia el cultivo de la tierra, ya que hubo personas que cedieron sus tierras y personas que nos ofrecimos a trabajarlas. Es así como montamos la asociación cooperativa agroecológica La Acequia en Córdoba, que fue mi gran paso por la universidad de la vida. Hasta entonces nunca había currado en serio en el campo.

Aun huyendo de las grandes etiquetas, tú no haces agricultura convencional. ¿Qué principios y valores definen tu actividad?

Las relaciones la definen. Cuando la gente me pregunta cómo hacer para tener acceso a mis verduras les hablo de relación, de apoyo mutuo, de compromiso, de espacios de cuidados mutuos. Es una forma de entender las relaciones y los intercambios económicos, nuestra interdependencia. El sostén de mi actividad son las relaciones que establecemos las personas que participamos en el proyecto, poniendo en juego nuestras necesidades y echándolas a dialogar. Desde hace tiempo le doy vueltas al tema del poder en las relaciones económicas: el campesinado que yo he conocido en mi familia y su falta de autoestima y valoración en contraposición a la sobrevaloración de quien tiene dinero, puede comprar y decide. Sin embargo, en la Huerta La Alegría estas relaciones desiguales y de clase son subvertidas haciéndose más horizontales.

Me sorprende que te hayas presentado desde lo colectivo y que sin embargo actualmente este proyecto lo lleves adelante tú sola, ¿cómo es eso?

Los colectivos y sus cositas (risas). Te diría que es un conflicto personal en el que llevo varios años.  Por momentos me he sentido cansada de lo colectivo, pero ese cansancio no me ha venido porque no me lo crea. En los 15 años que llevo en esto los procesos colectivos han ido modificándose y yo con ellos. Los últimos pasos que yo di en Córdoba tras años de trabajar el campo en colectivo fueron hacia una «profesionalización» de la actividad. Estuvimos muchos años «jugando a las casitas» en esto de la autogestión, pero poca gente tomaba riesgos para llevarla hasta sus últimas consecuencias. Llegamos a un punto donde el siguiente paso hubiera sido formalizar una cooperativa donde colectivizar los esfuerzos y los riesgos y es ahí donde realmente nos damos cuenta de nuestras limitaciones. Que lo de colectivizar está muy bien, pero ¿hasta dónde colectivizamos? Y las dos veces que hemos llegado a este punto, la cosa no ha terminado de funcionar. Unas veces por un conocimiento desigual de la huerta y de la sistematización del trabajo y otras por diferentes niveles de compromiso. A día de hoy ninguna de las personas con las que emprendí estos proyectos colectivos sigue trabajando en el campo y, sin embargo, para mí no cabía duda de que ese era mi camino. Tras estas dos experiencias ya decidí venir a la tierra de mi familia, lo que conllevaba recomenzar sola.

Entonces, ¿no se llegó a dar el caso de que los proyectos se cayeran por falta de viabilidad económica?

Bueno, eso siempre ha estado ahí. Esa era una de las contrariedades entre tantas otras. Cuando te encuentras con mucha precariedad durante muchos años, seguir pensando que ese es tu trabajo es duro. Yo me he visto muy precaria pero en esa precariedad salían otras creatividades y a algunas nos servían para continuar, pero no a todas. Y ahí vuelve a salir el tema del poder, entender que cada una tiene sus habilidades y que todas juntas suman más que cada una de las individualidades. Pero esto no lo he encontrado. Lo que me he encontrado es que ciertas habilidades son privilegiadas y dotadas de un poder que no se otorga a otras, y eso es difícil de gestionar. No fuimos capaces y ahora me encuentro en las tierras familiares con un proyecto personal que llevo adelante con mucha ayuda de mi padre, quien en realidad desde que me dedico a la agricultura siempre ha estado ahí.

¿Y cómo estoy ahora transformando esto de lo colectivo para no quedarme huérfana? ¿Cómo gestiono que ya no estoy en colectivo y casi ni siquiera participo en nada más allá de mi huerto? Y hablándolo con colegas me decían: «tienes que ampliar el ángulo desde el que miras al proyecto. ¿Cómo puedes decir que no es un proyecto colectivo?» Y es cierto, el hecho de que el funcionamiento no se base en asambleas y todas las decisiones se discutan no quiere decir que no lo sea. La Huerta La Alegría es un proyecto colectivo y probablemente de los más sólidos y fuertes en los que he estado. Siento ahora mismo muchísima seguridad vital, me siento muy apoyada, y además creo que también estoy consiguiendo hacer partícipe a la gente del proyecto en la medida de sus demandas y posibilidades. Seguramente si ahora propusiera hacer asambleas regulares y un domingo de trabajo colectivo en el campo al mes, el proyecto se caería porque no es lo que el grupo necesita. No son las individualidades las que sostienen el proyecto, sino un tipo de relación entre nosotras muy orgánico.

En ocasiones parece que caemos en la sacralización de la asamblea como templo único de lo colectivo, ¿no es así?

Claro, pero bueno esta es la forma de funcionamiento a la que hemos llegado, que es muy parecida a la que tienen las AMAP (asociaciones de  agricultura sostenida por la comunidad) en Francia. Diversas colectividades para diversos territorios y personas. Desde esos colectivos que empezaron jugando a las casitas, como he dicho, con muchísima implicación, como Crestas y Lechugas, La Alegría de la Huerta, El Julián y La Mari, etc., en Sevilla, hemos ido llegando esas mismas personas y muchas otras nuevas a otras formas de organización que se adaptan mejor a nuestros ritmos sin renunciar a nuestra participación y nuestro compromiso. Todo forma parte de ese proceso de politizar nuestra alimentación, no viene de la nada.

¿Cuáles son ahora las mayores dificultades que te encuentras a la hora de realizar tu actividad?

Ampliando un poco la mirada, yo diría por este orden: tierra, semillas, agua y una buena red de proyectos campesinos en el territorio. No se puede crear una islita ecológica, sostenible, autosuficiente y que dé de comer a muchas personas. Esto está ligado a un sistema en el que fallan muchas cosas. El acceso a la tierra, que creo que como lucha se abandonó hace mucho tiempo, sigue siendo una gran dificultad. En la mayoría de proyectos que he nombrado hemos estado saltando de tierra en tierra. La relación con la tierra es cada vez más especulativa y menos de sustento. Actualmente cultivo 1,4 hectáreas que eran de mi abuelo, que pasaron a sus hijos no sin dificultades y una parte de ella está en venta. Esto es una limitación para poder proyectarte en el mismo territorio a medio-largo plazo.

El agua la saco de un pozo que cada año está más vacío y tarda más en recuperar. Y hay que sacarla con electricidad. Me he planteado el uso de fotovoltaica para bombeo pero a día de hoy amortizarlo sería un esfuerzo excesivo para el proyecto. Tenemos una dependencia energética brutal que aún está lejos de resolverse. Por eso pedí una ayuda para jóvenes agricultoras que me fue concedida, pero los requisitos burocráticos, entre ellos la titularidad de la tierra, me impidieron su cobro. Estas subvenciones no están pensadas para proyecto «atípicos».

Y las semillas, de las que dependemos totalmente y que cada vez más están en manos de multinacionales. Este es un eje de trabajo clave para la autonomía. Llevo trabajando 15 años recuperando variedades locales. También colaboro con la Red Andaluza de Semillas en algunos proyectos de recuperación. Se puede decir que tengo un nivel de autosuficiencia de semillas bastante alto, pero aún así sigue siendo una limitación. Las redes campesinas tradicionales de intercambio de semillas ya casi no existen y se está dejando en manos de las multinacionales la mejora de las variedades. Nos falta conocimiento, que se ha ido perdiendo, y tiempo.

Y, por último, facilitaría mucho las cosas una buena red de proyectos campesinos en el territorio que se complementen. Por ejemplo, una ganadería extensiva que se coma los restos de las cosechas y abone la tierra generaría una sinergia muy necesaria. El acceso a abono ecológico de animales libres de antibióticos y hormonas se ha convertido en un lujo.

¿Cómo crees que ha cambiado el trabajo campesino durante las últimas generaciones en tu familia?

Mi padre te hablaría de la dureza del trabajo, de los medios que tenía. Los utensilios de los que disponemos hoy en día para trabajar facilitan mucho la faena. Pero para ellos el trabajo en el campo no era solamente la agricultura, era mucho más. Generalmente tenían también ganado, tenían que hacer los mercados, y eso implicaba muchos conocimientos diversos. Eso era una vida dedicada a currar. Yo por ejemplo me he especializado y profesionalizado: hago huerta exclusivamente, lo que me facilita la vida muchísimo. La capacidad que tenemos hoy día de producir en una hectárea con los medios energéticos y materiales es mucho mayor, con todas las contradicciones que esto conlleva. Pero un tema que les sorprende mucho a los mayores es el funcionamiento del proyecto en sí. Les fascina el nivel de autoestima en comparación con cómo ellxs trabajaban y se valoraba su trabajo. Cuando yo cultivo sé para quién es, quién se va a comer esa verdura. Mi trabajo no es tirado en vano ni nadie lo infravalora, todo lo contrario. Les sorprende muy gratamente que mi trabajo sea tan apreciado, no solo económicamente, sino que es importante para la gente. Es cierto que no sucede lo mismo en todos los proyectos ya que hay compañeras que se quejan de lo poco que se valoran sus productos o los pocos espacios de venta que encuentran. Y un gran problema que veo a mi alrededor en gente que produce ecológico es la cantidad de verdura que tiran. Yo no tiro nada y eso marca una gran diferencia, porque todo mi trabajo está valorado.

¿Crees que la agricultura campesina podría alimentar a toda la población mundial?

Si la que no alimenta a la población mundial es la agricultura industrial. La mayor parte de la población mundial se alimenta de la agricultura campesina, lo que sucede es que no genera dinero y eso no le interesa a los productores de agricultura industrial, que buscan grandes márgenes de beneficio.

Sin embargo, hay gente que dice que consumir ecológico es cosa de pijos.

Claro, porque se ha desarrollado una agricultura ecológica totalmente separada de las necesidades básicas del territorio y se ha insertado en el libre mercado con los mismos principios con los que funciona la agricultura industrial. Sí, esa es de pijos, pero la agroecología que se lleva pensando mucho tiempo y de la que se alimenta gran parte de la población mundial no lo es.

Este número de El Topo aborda la emergencia climática desde diferentes perspectivas. ¿Cómo se siente la crisis climática desde la huerta?

En los 15 años que llevo trabajando la huerta no puedo sacar grandes conclusiones, pero sí que resaltaría las lluvias torrenciales. De un tiempo a esta parte estos fenómenos extremos están sucediendo de manera más habitual. Estamos acostumbradas los largos periodos de sequía, pero no a las grandes trombas de agua. Y otra cosa que estoy observando en los últimos años es el alargamiento de la primavera. El invierno llega tarde, se alarga la primavera, el calor duro viene a final de agosto y se mantiene en septiembre y octubre. Eso en la huerta genera procesos de floración que antes en julio se podían cargar los tomates o los calabacines, pero ahora florecen y hay tomate verde, por ejemplo. Pero, sobre todo, se nota el otoño, las verduras de otoño llegan a primavera y crecen muy rápido. Son percepciones de cuatro años para acá, se necesitaría mucho más tiempo de observación para detectar cambios de patrones reales.

Bueno Leti, muchas gracias por compartir y ¡larga vida a la Huerta La Alegría!

Gracias a ustedes y ¡nos vemos en el Pichilín!

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