nº37 | farándulas

Hemos vivido por debajo de nuestras posibilidades

Noticia de una verbena teatral que quiere acabar con los poderes de la periferia aumentando el conocimiento y la alegría colectivos

Los dramaturgos y dramaturgas son una especie en extinción con costumbres de lo más estrafalarias. Por lo visto, se dedican a inventar movimientos, cosas y palabras para que otras personas las interpreten en directo. No contentas con eso, aspiran a que aún otras personas se sienten a verlas mientras lo hacen. Pero no se vayan todavía que aún hay más: quieren que todas —las que hacen, las que ven y las propias dramaturgas— se diviertan. Incluso he leído que pretenden conmover y hacer pensar. Y ya en el abuso definitivo, quieren cobrar por ello.

A estas criaturitas, como a casi todas, se les da de durse quejarse de lo malita que está la cosa, porque es verdad que la cosa buena, lo que es buena, no está.

Una de esas criaturas se dijo un día: «La cosa es la cosa, pero yo soy yo. Y yo lo que quiero es aumentar el conocimiento colectivo».

Antes le daba miedo ser pretenciosa, pero ya estaba un poco mayor y empezaba a traérsela al pairo. Además, pensó que la cosa estaba tan escacharrada que no se podía estropear mucho más. Luego, leyó unas frases de un dramaturgo desconocido, Lorca, que le gustaron mucho: «Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: “¿A qué no te tienes valor de hacer esto?”, “¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje?”». La misma criaturita estaba otro día meando y se le vino esta frase a la cabeza: Hemos vivido por debajo de nuestras posibilidades. Ahora que lo tenía casi todo, llamó a otras dos personitas con ganas de cambiar el mundo (sí, el mundo) y se pusieron manos a la obra. Diseñaron una especie de verbena teatral en la que se formarían compañías efímeras por sorteo. Cada compañía estaría compuesta por una dramaturga y varias intérpretes que pondrían en escena piezas concebidas e interpretadas en menos de veinticuatro horas. O sea, una pequeña locura para remezclar a la gente de la escena sin importar estéticas, edad o estado civil. Y luego compartir eso con el público que se quisiera apuntar. Un desafío en vez de un homenaje, como quería el desconocido y nunca homenajeado Federico García.

Las políticas culturales son los padres

Todo ese tinglao es, como la criaturita tuvo claro aliviando su próstata, para que nosotras (tú, yo, la vecina y el de la fruta) empezáramos a dejar de vivir por debajo de nuestras posibilidades, porque lo de aumentar el conocimiento colectivo es perita. También había algo de reto a algunas de las formas del poder, las que se encargan de esa cosa que llaman «políticas culturales» (aunque todos sepamos que las políticas culturales son los padres). Por último, también había una especie de pancarta invisible en la que se podía leer que la gente de la escena (como el resto de las personas) es dueña de su tiempo y, por tanto, lo regala cuando quiere y trabaja gratis cuando quieren ellas, no cuando otros quieren.

Hicieron dos ediciones en 2018 que fueron estupendamente. Pero la criaturita y sus dos secuaces querían más. Por ejemplo, ¿por qué no conseguir que todo el mundo cobrara por trabajar en vez de regalar su trabajo? ¿Por qué no implicar en la actividad a colectivos que habitualmente no son público de los teatros? ¿Por qué no hacerlo en un sitio más grande para que pudiera venir más gente? ¿Por qué no aspirar a salir en los medios (aunque también sepamos que los medios son los padres)? Se compincharon con la ATT y consiguieron dinero de la Fundación SGAE y la Fundación AISGE. En septiembre de este año han celebrado la tercera edición en la que han jugado veinticinco personas que han cobrado por su trabajo. La muestra contó con un público de más de trescientas personas y, entre ellas, estaban invitados alumnado del IES Velázquez, del CPAM Casco Antiguo e integrantes del grupo de teatro de Faisem, en Sevilla, para fortalecer los vínculos entre quienes inventan para la escena, quienes están en ella y quienes quieren (o podrían querer) asomarse para ver lo que la escena tiene que hacerles (divertirles, conmoverles, hacerles pensar). Y dicen que esto es solo el principio.

Una ateísima trinidad

Yo estuve allí, fue el pasado 26 de septiembre en el patio de la ESAD de Sevilla. Hacía una noche estupenda y, entre botellines y risas, creo que el mundo cambió una mijita y un ratillo para mejor. Yo soy también la criaturita a la que se le ocurren las cosas meando. Yo me llamo David Montero y tengo cuarenta y seis años. Tengo Facebook, Instagram y bigote. Ahora mismo tengo trescientos euros en mi cuenta, eso sí, en una banca ética. Tengo una hipoteca y una compañera de piso. Tengo dos títulos universitarios y el carnet de conducir. No tengo prisa, no tengo claro qué pienso de muchas cosas, no tengo hijos, no tengo hijas, no tengo coche, no tengo reloj ni ganas de rendirme.

Estoy mirando mis dedos mientras teclean y no sé dónde quieren llegar. Estoy mirando la vida mientras la vivo y no sé dónde quiere ir a parar. Así es todo. Las cosas se hacen por un impulso y luego (si acaso) se comprenden. Quizá por eso, ahora empiezo a comprender que el hemosvivido me surgió como una rebeldía radical contra cualquier poder. Quizá yo no tengo acceso al poder-poder, pero he observado que toda periferia tiene un centro y que ese centro vuelve a acumular poder, un podercito comparado con el poder del centro-centro, pero que también se traduce en desigualdad y, a poco que se descuide, en desprecio de quienes no están en ese centro. Este mecanismo se repite a escalas cada vez más pequeñas.

Creo que este proyecto surgió para cuestionar ese mecanismo porque cuestionarlo es la mejor forma que se me ocurre de aumentar el conocimiento y la alegría colectivos, de cambiar el mundo. Y es en la fuerza de lo colectivo donde esto se ha hecho real. El primer impulso lo tuve yo, más bien mi próstata; pero un impulso del yo no es nada hasta que no se encarna en un nosotras. Las secuaces que se sumaron son Rocío Hoces y Anabella Hernández. En esa ateísima trinidad que formamos, ha ocurrido la primera revolución: hemos cambiado el mundo porque hemos sido felices haciendo lo que hemos hecho, porque hemos agitado la vida y la escena con alegría y pensando mucho y escuchando mucho. Las tres pensamos que, aunque la palabra nunca nos gustó, ya va siendo hora de dejar de hablar de empoderar y empezar a hablar de desempoderar. En ello seguimos.

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