Aún se escucha la idea de que el feminismo es la única revolución —o movimiento amplio social— que ha cosechado éxitos sin hacer uso de la violencia. Y sí, el patriarcado nos ha negado la rabia, la agresividad y la violencia. Pero nos preguntamos, ¿por qué se sigue pensando en el feminismo como un movimiento exclusivamente pacifista si la historia está llena de ejemplos que nos dicen lo contrario?
A las mujeres e identidades no hegemónicas, si en algún aspecto se nos ha fomentado la rabia, la hostilidad o la no complacencia, ha sido precisamente para enfrentarnos entre nosotras. La imagen estereotipada de lxs criticonxs, que competimos entre nosotras, envidiosxs e incluso mezquinxs. Estereotipos que invisibilizan las innumerables muestras de solidaridad y apoyo mutuo que mujeres e identidades disidentes han tejido desde siempre, en muchos casos incluso como estrategia para, puramente, salvaguardar la vida o la entereza en entornos peligrosos. Aunque el concepto sororidad se popularizó hace unos diez o quince años, siempre ha existido, lo que desmonta esa idea de que la mayor enemiga de una mujer es otra mujer.
Pero volviendo al tema, es un hecho que en el sistema heteropatriarcal se nos impone una imagen de mujer dócil, sensible, pacífica, etc., que nos niega la rabia y la violencia, y, por tanto también, la energía que de ellas emanan, el poder catalizador, defensivo y liberador que poseen. Así como del poder destructivo que tienen, y que se intuye bastante necesario cuando se trata de acabar con un sistema tan mortífero, bien asentado y pertrechado como es el patriarcal.
A escala individual, la rabia, el enfado, la confrontación, la pelea física, se nos coartan y, en caso de que hagamos uso de ellas, se nos penaliza apelando a trastornos en nuestra salud mental, personalidad (llamándonos histéricas o exageradas), o cuestionando otras facetas que tengamos como puedan ser la maternal o la profesional, etc. De este modo, en los casos en los que las mujeres han usado la violencia, ya sea como ataque o como defensa, el castigo social es exageradamente mayor que en el caso de los hombres. Y, además de ser mayor, tiene unas características cualitativas que lo hacen mucho más duro respecto al castigo dirigido a los hombres. Porque, desde esa óptica heteropatriarcal, la mujer no es violenta y, por ende, sí serlo, atenta con el «ser mujer», con la identidad tradicional de mujer y lo que de ella se desprende: la maternidad, la capacidad de cuidar, la capacidad de ser. Si eres mujer y violenta, eres mujer fallida, no puedes ser mujer.
A escala colectiva, la violencia también se configura, a priori,
y desde el desconocimiento, como un elemento impropio de los movimientos feministas. De esta manera, se cataloga el feminismo como un movimiento pacifista que ha luchado por sus derechos sin usar la violencia, afianzando los estereotipos que precisamente desde el feminismo queremos cuestionar, e invisibilizando intencionalmente todas aquellas ocasiones en que sí lo ha hecho.
Sin embargo, no solo contamos con numerosos ejemplos de colectivos feministas que han utilizado la violencia, sino también con multitud de casos de mujeres militantes en movimientos de lucha armada en los que introdujeron la cuestión del género y el feminismo.
Es decir, la realidad avala que ser feminista y usar la violencia no es antagónico ni incompatible.
Cantidad de veces se pone a las sufragistas como ejemplo de luchadoras que obtuvieron éxitos que hoy día disfrutamos el resto. Lo que no se visibiliza tanto es que hubo sufragistas —conocidas despectivamente como suffragettes— que optaron por la desobediencia civil y la violencia hacia la propiedad privada y las instituciones públicas. Esta posición, tan alejada del papel de madres y esposas, hizo que recibieran ataques hacia la propia identidad como mujeres, tratadas como brujas, viciosas, criminales y lunáticas.
Más tarde, en los años sesenta y setenta del mismo siglo, en EE UU, surgieron colectivos feministas, como las WITCH o las New York Radical Woman, que adoptaron la insurrección y la acción directa para luchar por sus reivindicaciones.
Ligeramente posteriores (entre 1977 y 1995), y situadas en la Alemania Occidental, operaron las Rote Zora, guerrilla urbana feminista que utilizó métodos violentos, especialmente a través del uso de explosivos, en apoyo a numerosas luchas feministas.
Más actuales son las Gulabi Gang, las mujeres del sari rosa que en India se autogestionan y responden ante las violencias patriarcales. O las protestas violentas de 2019 en México por parte de los feminismos, que detonaron a raíz de la denuncia de una menor por violacion por parte de cuatro policías. O las YPJ, donde las guerrilleras kurdas luchan por un confederalismo democrático que contempla como una de las bases al feminismo y la liberación de la mujer.
Es decir, la historia y la actualidad nos ofrecen múltiples experiencias violentas desde los feminismos. Y también por parte de mujeres que se han defendido ante sus agresores, como pueden ser Lorena Bobbitt (estadounidense), María del Carmen García (de Benejúzar) o Jacqueline Sauvage (de Francia). Mujeres como estas, que atacaron a sus agresores matándolos o dañándolos, han sufrido con creces el castigo social. E, incluso, aquellas que —en igualdad de gravedad del delito cometido— no se muestran arrepentidas o dóciles —es decir, siguen desafiando el rol patriarcal de mujer—, han sufrido peores condenas judiciales.
No es casual que en muchas de las experiencias de mujeres (ya sean colectivas o individuales) que usaron y usan la rabia y la violencia, se repita la cuestión de la reapropiación de las mismas. Es decir, no se trata únicamente de optar por esas vías por considerarse más eficaces o adecuadas para conseguir los objetivos de lucha. Se eligen también con una conciencia política de reapropiación de algo que se nos ha robado y que nos sitúa permanente en un rol pasivo, paciente, dócil y, en muchos casos, inocuo. Y, por el mismo motivo, se invisibilizan desde los relatos del poder, para seguir poniéndoselo fácil al patriarcado, pues de ese modo seguiremos accediendo tan solo a una parte de las herramientas que, pese a permitirnos conseguir algunos éxitos históricos (derecho al voto, al aborto en según qué sitios…) no nos permite acabar con él.