Quienes llevamos algunos años dedicando parte de nuestro tiempo a facilitar, de alguna manera, los cambios sociales que entendemos necesarios, hemos aprendido a vivir con la frustración de no ver alcanzados nuestros objetivos. Aunque tengamos un mini socialdemócrata por dentro intentando poner en valor los pequeños logros.
Al coste emocional que esto supone, hay que sumar las horas de asambleas, las discusiones, la preparación de materiales, la organización de manifestaciones y acciones directas, etc. Y todo eso mientras nos enfrentamos a un sistema represivo que nos asfixia económicamente y nos maltrata física y psicológicamente.
Pero seguimos en ello porque creemos en la necesidad de un cambio social, por muy pequeño que sea. El problema, creo, es que nos hemos atrincherado demasiado tiempo en lo pequeño. Hemos creado infinidad de espacios centrados en temas específicos: la vivienda, el turismo, la igualdad de género, de identidades, el racismo, la educación, la sanidad… De estas estrategias, hemos aprendido infinidad de cosas: teóricas, sobre cómo relacionarnos y organizarnos, etcétera. Pero también hemos aprendido que tarde o temprano hay que hablar del elefante en la habitación: la cuestión de clases. De igual manera, quienes hemos participado en asambleas que nacen con una perspectiva de clase muy clara, hemos tenido que asumir que esa mirada del mundo está incompleta si no incluimos los asuntos raciales, de género, sexuales, etc.
Con todo esto, si tuviera que sintentizar los últimos veinte años de activismo social, diría que nos hemos acomodado en la retaguardia. Nos hemos «aburguesado» en la acción performativa del activista que elige una causa concreta y sobre ella construye su propia identidad. Por ello, veo que la única salida posible es volver a ponernos a todas en el centro. No en el centro del discurso, sino en el centro de una misma habitación, cerrar las puertas y tirar la llave. De aquí no sale nadie hasta que nos pongamos de acuerdo y tengamos una hoja de ruta común.
Al margen de lo romántico de esta escena, hay una parte que duele reconocer. Y es que cuando intentamos acercar distintas luchas, la cosa suele saltar por los aires. La experiencia confirma que estos roces nacen de los egos de quienes abanderan esas mismas luchas. No es solo que el narcisismo sea un problema ya clásico en la izquierda, ya sea la tibia o la radical, sino también que a nadie le gusta ver a su pequeña criatura absorbida y diluida por un ente globalista en cuyo manifiesto no se vislumbra ni un ápice de aquello por lo que se luchaba en el pequeño colectivo.
Nos hemos centrado en formar estructuras capaces de abarcar todas las luchas desde lo teórico. De ahí han salido partidos políticos como Podemos o Adelante Andalucía, pero también otras redes menos parlamentarias. En cualquier caso, todas han demostrado ser ineficaces y, cómo no, se han convertido en el chiringuito de quienes aspiraban más al poder que al cambio social.
Os preguntaréis que a dónde quiero llegar con esta corta y sesgada crítica a las luchas especifistas y a los intentos de unificarlas. Pues quiero llegar a que en todo esto siempre se nos olvida una parte fundamental del construir colectivo: la economía. Sí, esa palabra que nos causa tanto rechazo.
De todo lo que el capitalismo se ha apropiado y nos ha robado, la palabra economía es, sin duda, una de la más importantes y trascendentes. Existe una economía capitalista, sí, pero no es la única. Desposeernos del concepto de economía es limitar nuestras relaciones y aspiraciones a simples acciones puntuales. No pensar en la economía, nos impide construir proyectos colectivos, nos impide salir de lo teórico y posarnos en lo práctico, en la realidad material y tangible que nos rodea, y, por ende, nos impide cambiarla.
Con esta idea en mente, aunque sin la creencia firme de que pueda conseguirse, nació un proyecto en Sevilla llamado El Garbanzo Negro. La aspiración primera e inmediata era facilitar los recursos económicos necesarios que sostuvieran las actividades de los distintos colectivos y movimientos sociales de la ciudad de Sevilla. La segunda, que el proceso fuese coordinado por el mayor número de colectivos posibles, sin la necesidad de entrar en detalles teóricos, ideológicos, etc. En definitiva, el proyecto consistiría en ponernos a trabajar todas juntas, practicar la solidaridad y el apoyo mutuo aparte de grandes discursos elocuentes.
Vender la idea fue fácil, el problema era cómo se iba a llevar a cabo. ¿Qué podíamos hacer para recaudar el dinero necesario? Quienes iniciamos este proyecto nos negábamos a depender de estancias gubernamentales, así que nos fijamos en lo que se nos da bien. Montar kafetas. Si hay algo que realmente hemos aprendido es, sin duda, a organizar una barra y dar de comer y beber a nuestra gente. Somos auténticas profesionales. Pero ¿cómo escalar el concepto de kafeta? ¿Revestirlas de jornadas sociales, de festival de música, de velá de barrio?
De nuevo caíamos en mirar hacia lo conocido, pero ¿y si mirábamos al infinito?, ¿y si imaginábamos que eramos capaces de cualquier cosa que nos propusiésemos? ¿Qué seríamos capaces de gestionar? Una caseta en la Feria de Sevilla.
Quienes conocéis este proyecto, sabréis ya que el primer año ha sido todo un éxito, tanto en lo económico, como en lo organizativo y también en lo social. Por ello, contar cómo ha sido el proceso, cómo se ha gestionado, cómo se han repartido los beneficios, qué esperanzas hay de que el proyecto continúe, etc., se merece un artículo más extenso, que espero que salga aunque sea a cachitos en este querido El Topo. Uno de tantos colectivos que ha hecho posible que en la Feria de Abril de Sevilla de 2024 una A dentro de un círculo volviera a ser sinónimo de libertad, respeto y, sobre todo, de fiesta. Escribo este artículo como preámbulo de lo que espero que sea un proyecto que dure muchos años más y que pueda avanzar, evolucionar y, realmente, generar un impacto tangible. Seguiremos informando.