Toda buena siesa que se precie un día se levanta y decide que está hasta el coño. Antes le ocurría durante el síndrome premenstrual. Se le acumulaban los cabreos no resueltos de manera altamente destructiva. Incluso mutaba en una especia de cabra asiesada, con cuernos y rabo, en función del nivel de catolicismo que restara en su cuerpo. No en vano estudió hasta BUP en un cole de monjas y aún se persigna al salir de casa. A medida que fue cumpliendo años, el aspecto cabrío se transformó en licantropía siesil. Solía coincidir con la luna llena y, más de una vez, engulló a algún tipejo al que regurgitaba luego en la orilla de la playa, para poder darse un enjuagaito. Como dato curioso, los tipejos regurgitados, independientemente del tiempo que pasaran en el buche de la siesa, salían como si hubieran hecho un viaje iniciático y cambiaban por completo el rumbo de su vida. Más de uno se fue de cooperante o pasó de vender seguros a trabajar de corista en el musical de Cats.
En la actualidad, la Siesa ha alcanzado cierto nivel de madurez hormonal que la hace regulada, al conocer con exactitud cada una de las fases de su periodo menstrual y poder poner contexto a las respuestas emocionales surgidas ante situaciones jodidas de la vida diaria.
Pero eso no quiere decir que no haya días en que ella decida que está hasta el coño. Esos día se agolpa todo.
Las ayudas no pedidas se pelean para ocupar tiempo haciéndola consciente de su incapacidad. Las ojeras duelen hasta debajo de los sobacos mientras los pechos claman al cielo en una mastitis imposible. La factura más alta del año aparece en el buzón y sale un bartolino. Muere una artista de las de la niñez demostrando que el tiempo pasa y el final de la vida está cada vez más cerca, carente por completo de sentido.
Todo eso confluye en un mecagoentodo constante que ameniza Motomami. La Siesa ruge al borde del colapso.
Entonces siente resbalar la sangre por la vulva.
Se reconcilia con todo mientras enjuaga su copa menstrual.