Las luchas comunitarias, el trabajo de barrio, el proyecto localizado en una plaza, en un edificio, siempre han tenido una atracción especial para las gentes activistas. Vinculadas a la construcción de comunidad e identidad, este tipo de acciones han ocupado un lugar preferente en el imaginario de la izquierda. En nuestro territorio, la idealización de las asociaciones vecinales puede ser un buen ejemplo de este planteamiento. Esta forma organizativa puede resultar un caso paradigmático de movimiento con influencia social y dimensión espacial y temporal relevante; parte del movimiento obrero y del proceso de La Transición. En este marco, las AA VV presentaban la novedad de centrar su campo de acción en la esfera de la reproducción, de las prácticas cotidianas, de la producción de vida. Este legado perduró, tanto en las AA VV más longevas, como en experiencias políticas posteriores y de una naturaleza diferente.
Desde los años ochenta, el paradigma de los movimientos sociales fue sustituyendo paulatinamente los modelos de izquierda radical previos, basados en la clase, las instituciones políticas del sindicato o el partido, y la toma del Estado (o al menos algún tipo de planteamiento respecto del mismo), teniendo como uno de sus elementos característicos la concreción en proyectos transformadores locales, micro-utopías, centros sociales, espacios de cooperación y participación, etcétera. Una tendencia que se prolonga y consolida en la actualidad pero que, al menos en nuestro ámbito territorial, no ha trascendido de las redes de activistas con unas dimensiones y un impacto social ciertamente limitado.
Algunas personas teníamos la expectativa de que las asambleas de barrio del 15M fueran un fenómeno con una relevancia similar al de las AA VV de los setenta. El 15M o el movimiento de vivienda inmediatamente posterior fueron procesos que continuaron en gran medida con afinidad por la iniciativa local, la asamblea, los problemas inmediatos y las prácticas espaciales sobre los grandes proyectos de transformación histórica; la militancia orgánica y la intervención en las instituciones del Estado; al mismo tiempo que tuvieron una influencia política y cultural innegable en términos generales. Sin embargo, pasado su momento de auge, las asambleas del 15M o los grupos conformados en torno a la lucha contra los desahucios han tendido a reducirse muy rápidamente a las mismas redes de activistas que existían previamente, o incluso a otras más exiguas y más débiles.
Aquí barajamos la posibilidad de que el problema podría encontrarse en la propia focalización y, a veces, idealización de la fórmula local-comunitaria como única forma política legítima para la izquierda radical, que impide un trabajo a escalas mayores y planteamientos fuera del corto plazo. Cualquier movimiento político de base amplia tiene su origen y su cuerpo en una política de la comunidad inmediata y en las redes de solidaridad que se generan en torno a la existencia de un espacio común: fábricas, plazas, barrios, pueblos, etcétera. Ahora bien, lo contrario no puede afirmarse, y no todo activismo comunitario puede o pretende ser parte de movimientos políticos transformadores más allá de su práctica local.
Lo político es personal
Fredric Jameson (1), considerándose él mismo un autor postmoderno, proponía que debía tomarse la postmodernidad como oportunidad al mismo tiempo que como tragedia. Esto podría valer para el activismo radical contemporáneo. Estas tendencias indudablemente ofrecen una oportunidad de trasladar el antagonismo y la radicalidad política a ámbitos que habían sido ajenos al viejo movimiento obrero y productivista, esto es, a los espacios de la reproducción, a la producción de vida, al propio cuerpo. Pero no dejan de tener un trasfondo de tragedia, en la medida en que son en parte resultado de la derrota histórica del mencionado movimiento obrero, del comunismo y de la izquierda, indiscutible y casi total en el siglo XX. Los actuales movimientos suelen definirse, de hecho, negativamente respecto del comunista: movimientos de protesta no convencionales, postmaterialistas y postobreristas, volcados en reivindicaciones culturales e identitarias, y con desdén hacia las instituciones del Estado. Hay algunas buenas razones por las que este tipo de tendencias se vinculan a fórmulas de acción políticas basadas en la construcción local y comunitaria.
Cada vez más, los grandes proyectos políticos de transformación histórica parecen, no solo improbables, también indeseables. En este contexto, las utopías locales resultan ser una buena alternativa. Frente al gran relato histórico reduccionista, que pretende englobar todas las historias dentro de una sola metanarrativa, probablemente blanca, masculina y occidental, hay un vuelco foucaultiano en la geografía. La historia es múltiple, por lo que los lugares tienen y pueden tener la suya propia (y tal vez desobediente). Con la muerte de la historia desaparece la noción original de revolución y utopía, pero, en su lugar, surge la posibilidad de crear múltiples pequeñas utopías en la realidad, simultáneas y diversas.
Por otro lado, frente al fetichismo de la política parlamentaria, se ha podido tomar esta forma de activismo como una manera de llevar la política a otros ámbitos que se representaban como falsamente despolitizados. El liberalismo siempre ha estado muy preocupado por encerrar la política dentro de unos límites seguros que impidieran cuestionar las bases de la sociedad, limitándola a la política parlamentaria. El vuelco sobre la comunidad inmediata, como el vuelco sobre las políticas del cuerpo, implican señalar la existencia de contenidos políticos fuera de este encierro en las instituciones convencionales de la democracia liberal. De hecho, el marxismo y el viejo socialismo realizaban una operación similar, al sacar la política del parlamentarismo y llevarla a las fábricas y a las relaciones económicas.
Estos son, a día de hoy, argumentos bien establecidos dentro de la izquierda radical y difíciles de cuestionar. No obstante, todo tiene sus matices. Tomemos por ejemplo el conocidísimo lema de «lo personal es político», que sintetiza bastante bien la voluntad de sacar la política de su encierro parlamentario. Tomando una figura prestada (2), podríamos preguntarnos si, ya avanzado el siglo XXI, con el cadáver del movimiento obrero hace ya tiempo enterrado, el problema podría no ser tanto que se excluyan las cuestiones personales de la esfera de la política legítima, como que lo político sea planteado cada vez más como una cuestión meramente personal. En el consenso actual sobre democracia liberal y capitalismo de mercado, la participación política tiende a reducirse a una elección individual entre una serie de productos políticos formalmente distintos, pero también entre una serie de estilos de vida, dentro de los cuales se incluyen estilos no convencionales. El lugar de la política acaba siendo otro mercado, donde reina la (aparente) libertad del consumidor. Podríamos incluso aventurar que, en el consenso liberal actual, pareciese que cualquier contenido es politizable excepto los contenidos económicos (el neoliberalismo ha hecho todo lo posible por transformar la economía en una esfera progresivamente separada e independiente de la política. ¡Quita tus sucias manos políticas de la economía! pregona el discurso neoliberal).
¿La trampa comunitarista?
Lo anterior no niega la legitimidad de las reivindicaciones de comunidad, diversidad y concreción territorial del radicalismo postmoderno. Todo lo contrario. Los proyectos locales, materializados en prácticas sociales y espaciales concretas son, al fin y al cabo, no solo una buena opción en el contexto actual, sino la base indispensable de cualquier proyecto político emancipatorio en cualquier contexto. A pesar de esto, el activismo local-comunitario en sí mismo, si no forma parte de proyectos más amplios, de instituciones con unos valores más allá de las prácticas concretas del grupo local, corre algunos riesgos que podemos visibilizar con bastante claridad a día de hoy.
Primero, por sí mismos, los proyectos comunitaristas siempre corren peligro de caer en un cierto parroquialismo político. Cuando la construcción comunitaria tiene éxito, siempre existe un componente conservador que es difícil de exorcizar. Cuanto más cerrada sea una comunidad, mayor carácter normativo suelen tener los códigos culturales propios del grupo, y mayor vigilancia existe sobre los individuos; de tal manera que pueden generarse ambientes extremadamente opresivos. Por otro lado, a la solidaridad hacia el interior del grupo, no pocas veces le corresponde una falta de solidaridad con lo que queda fuera del espacio común.
Segundo, si no se atiende al «contexto de contextos» en el que se desarrolla la actividad política, es relativamente fácil que comunidades, iniciativas y proyectos acaben sirviendo a intereses distintos de aquellos para los que se plantearon. Proyectos vitales original o teóricamente antagonistas, pueden acabar convirtiéndose en meros nichos de mercado para un capitalismo que tiene que producir constantemente nuevos productos y nuevas formas de consumirlos. A veces pareciera que la izquierda está condenada a salvar al capitalismo, mientras que el único planteamiento anti-sistémico procede de la derecha.
Finalmente, la falta de adscripción a estrategias políticas que apunten más allá de la realidad local no deja de implicar un cierto grado de resignación. Podríamos barajar que, detrás del encierro activista en los pequeños proyectos locales, lo que se encuentra es la certeza de que el capitalismo está para quedarse. Si no hay revolución, ni sociedad postcapitalista, no hace falta estrategia para alcanzarla, ni organización basada en compromisos sólidos y duraderos para desarrollarla. El radicalismo de lo efímero, lo espontáneo y lo epicúreo, lleva implícito una renuncia a cierta dimensión política, aunque al mismo tiempo potencie otras, sin lugar a dudas.
Sindicalidad y espacios de oportunidad
Diría que una parte importante de los peligros del localismo y el comunitarismo, como forma de operar de la izquierda radical, procede principalmente de la ausencia, que en muchos casos es renuncia, a la creación de instituciones mediadoras. Instituciones estables en torno a las que se generen unos compromisos y consensos fuertes, que medien entre las solidaridades que se constituyan en el espacio concreto y otros niveles de abstracción, otras escalas de acción política, otros valores más allá de lo local, otras dimensiones temporales más allá de la coyuntura inmediata, etcétera.
En este sentido, lo más interesante de algunas formas de acción local, desde las viejas asociaciones vecinales a las plataformas de Afectadas por la Hipoteca, es su potencialidad a la hora de generar este tipo de construcciones políticas mediadoras. Es lo que podríamos llamar una especie de sindicalidad; que se encuentra en muchos movimientos sociales y de acción comunitaria; que tienen la capacidad de extrapolar el apoyo y la solidaridad fuera de las prácticas cotidianas en las que nacen; de expandirse y de agregarse; y, quién sabe, si de exportar ciertas prácticas y valores a constructos políticos como la nación o la clase u otra cosa que esté por venir.
Una organización no es necesariamente una organización revolucionaria, pero es un comienzo. Crearla, es un trabajo arduo. Cada vez que intentamos construir algo más allá de las AA VV o los diversos y atomizados proyectos locales, nos encontramos con el parroquialismo conservador, generalmente escéptico frente a la política en su conjunto, que solo mira su ombligo y que es más proclive a desarrollar rivalidad que solidaridad con asociaciones de características similares. En otros casos, como las asambleas del 15M o el movimientos por la vivienda, en lugar de afrontar el problema que supone organizar a la gente cuando somos mucha, se ha optado por eludirlo, para retirarnos rápidamente de nuevo a la comodidad del pequeño grupo o la pequeña red local. Un grupo de amistades no es una organización, tampoco lo es una lista electoral, ni mucho menos pretender meter a centenares de personas en una asamblea y ponerlas a hablar por turnos. Organizarse implica asumir los problemas y los conflictos implícitos en coordinar a mucha gente. No asumir los problemas y los riesgos de la organización a otras escalas puede ser una posición cómoda a nivel personal, pero políticamente negligente en el contexto actual. Esto no deja de ser una hipótesis particular y parcial, que rema a contra-corriente dentro de la contra-corriente.
Notas:
(1) Friedric Jameson es crítico cultural y ensayista, autor del libro El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.
(2) Es una idea que tomo de Jodi Dean y de su libro Partido y multitudes, recientemente traducido al castellano.