nº23 | editorial

TODO ESTO ANTES ERA VERANO

Número de julio del Topo. Pichilín. Playa. Sol. Verano. La cadena de asociaciones va saltando de una imagen a otra. Saltando como un gato que se despereza. Imágenes cálidas con bordes de salitre. Verano.

El verano es el territorio donde expandes los límites cuando eres pequeña. El lugar donde puedes amasar horas de chicle y beberte el tiempo un rato a sorbitos y otros a buches ansiosos. Lo que no es de recibo es que sea sólo una tierra de nostalgia, algo que se nos escurre entre las manos y tenemos que meter en fotos para poder mirarlo con penita chica cuando ya no es. No me parece justo. Ni saludable. Yo lo que quiero es vivir en un constante verano.

Eso no significa que quiera vivir abrasándome día sí, día también a los 45º de nuestra querida Hellvilla, ni que quiera pasar la pre-siesta viendo incendios en televisión (besos a Moguer, Doñana y los que quedan por caer). No significa que quiera pasarme días y meses tirada a la bartola. Vamos te lo digo yo que cuando veía los anuncios de la vuelta al cole me daban cosquillitas de inconfesable felicidad. Que me daba subidón forrar los libros y cuando empezaba el curso me había leído un cuarto del temario. Que no es de eso, en serio. Lo que pasa es que a mí, llamadme loquer, cuando escucho eso de la vida en el centro, en lo que pienso es en el verano.

Verano como un espaciotiempo fluidito donde las horas no van asignadas por lotes a tareas impuestas (o autoimpuestas que lo de autoexplotarnos se nos da fetén). En verano el tiempo puede parcelarse, reagruparse y dividirse en tantas porciones como decidamos. Cada mañana podemos agendarnos sabiendo que hay espacio para sorpresas, caprichos o desganas.

Yo quiero ser la jefa suprema de mis días. Hacer asambleas con todas mis yos para ver cómo nos organizamos la jornada. Celebrar conferencias internacionales con el mundo exterior y elegir dónde quedamos para establecer alianzas e intercambiar altos secretos. Poder decidir cuándo y con qué quiero ser productiva y en qué momento emular a Lafargue y exigir mi derecho a la pereza. Poder hacer la compra cada día y no tener que aprovechar la única tarde libre de la semana para limpiarcomprarcocinarcongelar. No tener que arrastrar a niñxs de la mano diciéndoles: “no te entretengas”,  “anda más rápido”, “venga que llegamos tarde”.

Yo no quiero que vivir sea un kit kat excepcional que sucede una vez cada once meses. Yo quiero venir al Pichilín un martes por la tarde, regalarme un día de playa aunque el sistema que nos aguijonea me diga que no toca. Pasarme la mañana del miércoles preparando  batidos porque los plátanos estaban de oferta en la frutería de abajo. Poder decir: “¿A qué quieres jugar esta tarde?

Una día de verano estaba paseando por la playa de Cádiz cuando empieza a atardecer. A esa hora en que la gente empieza a irse y es justo cuando se está tan agustito que tú dices: “Si, vale debería de irme, pero estoy  en el summum de la felicidad croquetera”. No recuerdo quién iba conmigo pero me contó que su madre a eso le llamaba ‘la hora de los ricos’ porque era la hora a la que la gente con dinero antiguamente bajaba a la playa para no coger todo el solano y porque no tenían que salir corriendo a preparar la cena y quitarte el salitre y la arena a lxs niñxs. Claro, dices tú, a eso debe saber lo de ser rico, a disponer de tu tiempo. A verano.

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