Hace poco me pidieron para un ejercicio que escribiera sobre mi último cabreo. Lo estuve pensando bastante porque mis enfados suelen ser imprecisos, dirigidos a una masa informe de gentes e ideas. Así que todo me parecía o grandilocuente o muy nimio. Hasta que recordé ese día en el que le dije a mi compañero: «A veces deseo que ninguno de ustedes exista». Y escribí esto:
Deseas que todos se mueran, que desaparezcan. Incluyes a los que quieres, a los que has deseado, a tu amigo más querido, a tu padre.
Todos muertitos. Desterrados. Conjuras su desaparición. Ojalá olvidados. Ojalá una sencilla extinción natural. No están. No existen. No son.
Sabes que no puedes negarlo: son la misma materia podrida una y otra vez. Nacidos del mismo pozo de asco. Todos ellos son exactamente eso.
Te tiembla la piel del cuello. Sudas un sudor metálico. Te cosquillean las plantas de los pies.
Son esas palabras que te dejaron paralizada sobre tu cama.
Las manos que te han rozado de madrugada en el bus.
Son los ojos necrófagos.
Ellos son la saliva que no querías probar entrando violenta entre tus labios.
Ellos son la autoridad que te mira sin verte diciendo, diciendo, diciendo, explicándote incluso quién eres y por qué, lo que ya sabes, pero no deberías saber y por eso ellos te lo explican y se ríen y son el tono más lastimero pero lascivo que hayas podido escuchar nunca.
Ellos son exactamente eso.
Y tú los quieres a todos absolutamente muertos.
Es duro. Porque sabes que ese retortijón de venganza es estéril. Porque entiendes la inutilidad de cualquier castigo. Porque no acabas con las estructuras heteropatriarcales y aquellas otras que ayudan a mantenerlas apuntando a ciegas sobre vidas concretas y minúsculas. Es duro porque esas vidas enemigas son también tus vidas compañeras. Simplemente, a veces me gustaría que las cosas fueran sencillas, menos intrincadas. Y que para destruir esa amalgama de opresión, poder y dolor solo hubiera que cerrar los ojos y desear su no existencia.