nº59 | la cuenta de la vieja

Como vaya yo y lo encuentre

Esa frase que tanto nos han dicho nuestras madres, que posiblemente algunas de nosotras ya hayamos dicho o diremos, no solo encierra una realidad social que es muy palpable en el sur, sino una realidad económica. Pero ¿de dónde viene? Está en esa constante de «mamaaaaaaaa, ¿dónde está mi…?». En eso se va a fijar este artículo. ¿A quién le pedimos ayuda? ¿Lo hacemos de igual modo los hombres y las mujeres? Mirando los resultados de la Encuesta social de Andalucía del 2022: relaciones sociales. Hábitos y actitudes de la población andaluza, realizada por el Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía, una de las cuestiones que se veían es: «a quién pedimos ayuda para determinados casos».

Si empezamos haciendo un análisis de la diferencia de a quién consideramos en primer lugar para pedir «ayuda», primero vamos a comprobar que nos apoyamos casi siempre en nuestras parejas, familiares, hijxs y amigxs; nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, dependiendo de quién pida la ayuda, lo solicita a unas u otras personas. Se han encontrado, una vez más, diferencias entre hombres y mujeres. Para empezar, a la hora de pedir ayuda para realizar las tareas del hogar, los hombres piden más ayuda a sus parejas que las mujeres, y también más a sus familiares. Me paro aquí un momento. Cuando hablamos de parejas, no sabemos si la pareja es hombre o mujer; tampoco sabemos el porcentaje de relaciones no hetero que hay en la población, pero sí que hay una heteronorma bastante marcada, por lo que podemos pensar que la mayoría de esos hombres le están pidiendo ayuda a mujeres y viceversa. Una vez aclarado esto, seguimos con otras ayudas; estas más importantes e indispensables: la de los cuidados. La mitad de los andaluces afirman pedir ayuda a su pareja en el caso de enfermedad, mientras que las andaluzas no llegan a ser el 30% de las que se lo piden a sus parejas. Ellas reparten mucho más esa demanda entre sus hijxs (23,3% ellas frente al 10% de ellos) y a sus progenitorxs. Dentro de los cuidados, también se encuentra la salud mental: al mirar a quién pedimos ayuda cuando estamos desanimadxs, de nuevo casi la mitad de los hombres (46,8%) le piden ayuda a su pareja, mientras que, entre ellas, no llega a ser ni un cuarto las que se apoyan en sus parejas cuando están mal emocionalmente, pues su red de apoyo la amplían y reparten esa carga; y lo mismo pasa para pedir ayuda en caso de problemas familiares. Lo que es sorprendente, y rompe con ese maravilloso cliché del hombre que odia estar con «su parienta» para pasarlo bien. Ellos eligen más a su pareja para divertirse (35,2%) que las mujeres (20,3%), aunque en ambos casos, principalmente se prefiere estar con amigxs para pasar un buen rato y divertirse.

Si lo observamos, en general, los hombres demandan, según su comportamiento, un gran apoyo por parte de sus parejas, mientras que ellas estructuran y reparten mucho más su carga y red de apoyo entre otros familiares y sus amistades.

Pero ¿qué tenía que ver esto con las madres que os he dicho al principio?, ¿y con la economía? Pues bien, esta pregunta de ayuda era una pregunta abierta donde cada cual podría poner la persona que quisiera. Con ello, se hizo una nube de palabras con las más repetidas en cada pregunta. Cuando se preguntó por tareas llamadas «feminizadas», como son la ayuda en tareas domésticas, cuidado por enfermedad, acompañamiento por desánimo o depresión, o que le aconseje ante problemas familiares. En estos tres casos, la palabra más usada ha sido madre, seguida de otras mujeres de nuestras vidas como hermana, amiga, mujer, esposa, etc. Somos las mujeres, y en particular nuestras madres, las que principalmente dan apoyo, las que sustituyen a una trabajadora de la salud, una psicóloga o una trabajadora del hogar. Recuerdo la cara de mi abuela, que murió sin un día cotizado en su vida, cuando me senté con ella a ver cuánto dinero le hubieran pagado al mes por un día normal en el que hacía de cocinera, chófer, enfermera, trabajadora de la limpieza, etc. Si todo lo trabajado por ella hubiera sido cotizado, sin día de descanso y jornadas laborales que excedían las que cualquier convenio colectivo pudiera permitir, no hubiera tenido esa triste pensión que nunca dignificó su esfuerzo y que hace que la mayoría de las pensionistas estén en el umbral de pobreza. Por este y otros motivos, mi abuela con casi 90 años me dijo «nena, entonces yo soy feminista» cuando le hablé de que la economía feminista era la que investigaba y dignificaba estos trabajos no remunerados. Recuerdo que su cara fue, no tanto de sorpresa, sino de rabia. Las mujeres ya sabemos que nos roban nuestro tiempo, que lo regalamos sin esperar nada a cambio, que, ofreciendo nuestro apoyo incondicional, nos quitamos de nosotras mismas, de nuestros «derechos» laborales o del privilegio del descanso.

Un ejemplo de esa consciencia se puede ver en nuestro comportamiento electoral. Si bien el voto es algo bastante volátil, sí se ve esta consciencia en varios estudios donde la mujer tiende más que el hombre a votar a partidos progresistas. Somos conscientes de que, si nos quitan la ley de dependencia, la sanidad pública, la educación pública, etc., las necesidades van a seguir existiendo, y las vamos tener que suplir nosotras con nuestro tiempo y nuestros cuerpos finitos.

Con este artículo no quiero decir que haya que tender al mercantilismo de todo o que la respuesta a esta injusticia social y económica sea tener un estado de bienestar sólido que dé significado real a su nombre. Ya hemos visto que durante siglos, aunque se creara ese estado de bienestar (signifique lo que signifique ese término), han seguido cayendo sobre los hombros de las mujeres este tipo de trabajos, la vida o los cuidados. Sabemos que el apoyo mutuo siempre es la respuesta, pero no puede ser que unas apoyemos más que otros. Tiene que haber reciprocidad en los cuidados y un reparto equitativo, no solo del capital económico, sino también del de los cuidados.

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