El pasado mes de marzo, poco antes de una importante convocatoria de protesta por la situación de la vivienda en todo el Estado, saltó a la luz el escándalo de las VPO del Ayuntamiento de Sevilla, a 350.000 euros en La Cruz del Campo. Una urbanización en un enclave estratégico de la ciudad, fruto de una recalificación de terrenos muy lucrativa para Heineken, donde las VPO que deben hacer cumplir la función social de la propiedad en el urbanismo se situaban invariablemente por encima de los 200.000 euros, con el agravante de poder descalificarse y, con esto, ser vendidas en el libre mercado en un periodo de apenas siete años. Este no es un caso aislado. En El Pítamo, en unos terrenos extremadamente periféricos del municipio de Sevilla, y mal comunicados, Emvisesa (empresa pública de vivienda de Sevilla) viene desde hace tiempo sorteando VPO con precios por encima de los 200.000 euros, para las que, como es lógico, no encuentra compradores. Esto tiene especialmente poco sentido cuando sabemos que la Oficina por el Derecho a la Vivienda de Sevilla tiene una lista de esperas de cerca de cien familias en situación de emergencia habitacional, a las que debe dar alojamiento y a las que no puede asistir por carecer de viviendas.
Legalmente, la Junta de Andalucía, los municipios y las empresas públicas de las que se valen, tienen la obligación de combatir la especulación, asegurar la función social de la propiedad privada y promover las condiciones para hacer efectivo el derecho a la vivienda digna y adecuada. Sin embargo, la política de la vivienda en Andalucía parece dirigirse en otra dirección totalmente distinta. ¿Por qué sucede esto? Las actuaciones de VPO a precios disparatados responden a un planteamiento desde las autoridades responsables que parte de un análisis erróneo (un error consciente e intencionado) de la naturaleza del problema de la vivienda. El discurso oficial es que la vivienda debe su elevado precio al déficit en la construcción de nuevas viviendas y que, si se introducen más viviendas en el mercado, los precios bajarán. Esto se procura explicitar en todos los documentos oficiales sobre la cuestión y en las declaraciones públicas recientes de las autoridades competentes. El argumento tiene cierta base en el hecho de que entre 2015 y 2022 hubo un importante parón en la construcción de viviendas en comparación con periodos anteriores, resultado inevitable del descalabro de la burbuja inmobiliaria de 2008 y de las nuevas condiciones (más restrictivas) que se dan a los préstamos hipotecarios desde entonces. Para fomentar la construcción de vivienda, en concreto de VPO, la Junta de Andalucía se propone hacer las viviendas protegidas más rentables para los promotores privados y públicos. ¿Cómo hacemos las viviendas más rentables? Dirigiendo la VPO a hogares más pudientes y a usos más rentables (especulación). En este sentido hay que entender el recurso contra la ley estatal de vivienda, por invadir las competencias autonómicas, cuando pretendía imponer un periodo mínimo de treinta años de calificación para las VPO, un periodo durante el cual las viviendas solo podrían venderse a hogares con ingresos limitados y con un precio tope y que la Junta de Andalucía busca reducir al mínimo. En la misma dirección va el reciente decreto de medidas urgentes en materia de vivienda (del 24 de febrero de 2025), en el que se amplía el máximo de ingresos (hasta siete veces el IPREM) que pueden tener los hogares adjudicatarios, así como el precio máximo de las viviendas, al mismo tiempo que se dispone un periodo exiguo de protección, a partir del cual las VPO pueden pasar a ser compradas y vendidas libremente en el mercado.
Si construir vivienda no es rentable, es porque hay una parte muy grande de la población para la que no resulta rentable construir vivienda. Sin embargo, este tipo de medidas no permiten entrar en el mercado a esta población, crecientemente excluida del mismo. Lo que hace es alentar la compra de vivienda en hogares que ingresan más de cuatro mil euros y que están interesados en el valor de cambio de la vivienda una vez puedan venderla en el mercado, revalorizada precisamente por el actual ritmo de inflación de los precios. Construir más no asegura en ningún caso que el precio de las viviendas vaya a reducirse, ni que las que se construyan vayan a dedicarse a satisfacer las necesidades de la población que las necesita. Esto es debido a que contamos con un mercado hiperespeculativo, en el que la vivienda funciona desde hace mucho como bien de inversión para ciertos estratos acomodados (locales o foráneos) y, cada vez más, para fondos internacionales. El incentivo para invertir en vivienda es precisamente que esta no solo no pierde su valor, sino que se revaloriza a un ritmo elevado (vertiginoso en estos últimos años). El carácter inflacionario del mercado de la propiedad llama a la demanda, y la demanda eleva el precio de las propiedades, como en una estafa piramidal. Para usar las viviendas como depósito de ahorro o como bien de inversión, estas no necesitan usarse. Esa es la razón de que tengamos actualmente 640.000 viviendas vacías en Andalucía (censo de 2021). Pero es que, aunque se utilicen, tampoco lo tienen que hacer como alojamiento para residentes, siendo más lucrativo y (aparentemente) seguro el desregulado negocio de las viviendas turísticas, en torno a 150.000 en el registro andaluz. Sin contar en ningún caso las segundas residencias (o terceras o cuartas), tenemos 800.000 viviendas que no se dedican a satisfacer las necesidades de alojamiento inmediato de la población residente. Con estos números, permítanme que ponga en duda la efectividad del cacareado proyecto de la Junta de Andalucía de construir 20.000 nuevas viviendas en la próxima década.
Hay que entender que la vivienda es un tipo de política estratégica de los gobiernos que rara vez tiene el objetivo de cumplir con un derecho humano fundamental. La construcción masiva de vivienda pública durante el desarrollismo de las décadas de 1960 y 1970, que creó la actual sociedad de propietarios (en torno al 76% de los hogares), y que desde el panorama actual parece idílica, respondía a funciones ideológicas y económicas muy concretas. Por un lado, está el objetivo declarado (por el entonces ministro José Luis Arrese) de crear esa sociedad de propietarios de clase media, con un carácter más conservador y menos predispuesto a hacer huelgas. Por otro, se trataba de una política que tenía la función de abaratar el coste de la reproducción de la mano de obra (del cual el alojamiento siempre es una parte muy importante, si no la que más), en un contexto de fuerte desarrollo industrial, favoreciendo la acumulación en la economía productiva.
Desde la década de 1980 la política de vivienda toma un rol cada vez más secundario y de apoyo al sector privado, al que se procura confiar en exclusiva la provisión del alojamiento de la población. Parte de esto fueron los procesos de privatización masiva de viviendas en las últimas décadas del siglo XX, en las que las administraciones públicas se fueron deshaciendo de un parque público de vivienda que no querían gestionar. En el contexto neoliberal, la política de vivienda pública ha actuado como un suplemento, dispuesto para dopar el mercado privado. La vivienda pública ha funcionado principalmente como política contracíclica, dedicando recursos públicos para financiar y sostener el sector de la construcción en las periódicas crisis que provoca la especulación inmobiliaria. Por lo demás, las empresas públicas de suelo y vivienda han actuado como cualquier otro promotor, buscando beneficios y dirigiéndose a clases medias con capacidad de endeudamiento, un grupo que tras la crisis de 2015 se ha reducido notablemente, razón por la cual es necesario expandirlo desviando hacia ellos recursos públicos. Este tipo de política, desde luego, satisface determinadas necesidades. Principalmente las del sector inmobiliario, de los constructores y los especuladores, pero también las de estratos sociales privilegiados a los que facilita el acceso a la propiedad en condiciones más ventajosas de las que tendrían en otro caso. Las empresas públicas de vivienda, asimismo, generan numerosos sueldos para un cuerpo de funcionarios muy bien pagado. Para lo que no sirven las leyes y planes de vivienda es para satisfacer el derecho a la vivienda digna de la creciente población que se ve expulsada de un mercado de la vivienda y el alquiler disfuncionales, sin ninguna correspondencia con el nivel de ingresos medio de los hogares andaluces. Cuanto más se llenan los estatutos, las leyes de vivienda y los planes de referencias al derecho a la vivienda, más lejos se encuentran sus determinaciones de cualquier función social. El gobierno autonómico andaluz, en particular, más que vigilar por el derecho a la vivienda, se dedica desde hace años a proteger el derecho a especular. Andalucía se encuentra, ahora sí, a la cabeza de la bancarrota moral de la política de vivienda.