Son las 8:30 a.m. de un día laboral de julio. El cole acabó hace una semana, pero el trasiego de chavalería con mochilas no tiene nada que envidiar al de un día lectivo. La mayor parte de esas mochilas pasarán la mañana en un campamento urbano o en una ludoteca adaptada al horario laboral. Lo que sea para sortear la carrera de obstáculos de la conciliación. La horquilla oscila desde los veinticinco euros al mes de la opción del Ayuntamiento en las instalaciones del IMD, a los cien euros semanales que empresas como Educomúsica o Ludociencia ofertan. Sin olvidar las apuestas prohibitivas de clubs privados con piscina —como el RACA o Labradores— o las escuelas infantiles, que por ley permanecen abiertas y ofrecen cobertura a la población matriculada entre 0 y 3 años hasta agosto. Opciones para que, quien se lo pueda pagar, tenga a la plebe controlada y monitorizada mientras llegan las vacaciones.
Son las 8:30 a.m. y el parque de columpios está lleno. Abuelas y abuelos con criaturas chicas, algún padre; mujeres que trabajan en el sistema de cuidados, con sus dependientes al cargo, y madres, muchas con bebés recién nacidos, algunos al pecho. A estas horas, el parque es un pequeño oasis en el que los extremos capicúas de la vida —la primera infancia y la vejez, con su ternura y su vulnerabilidad— comparten cielo y anhelos. En el parque se habla todo. Trucos de crianza, trastadas, quejas del cole, chistes y chanzas, desvelos del puerperio.
En breve, el espejismo se volatilizará. Apenas ciento veinte minutos serán suficientes para que los toboganes y el césped artificial se hagan intocables. Los veranos son para soñar, cantaba Cooper en Los Flechazos, pero los veranos deberían ser para jugar y bañarse. La fauna huye del sol en la estación que nos convierte en vampiros, a la espera de horas más benévolas. Mientras, toca buscarse la vida y encontrar fresco. Puedes encerrarte en casa, meterte en un centro comercial o anidar en la sala infantil de la biblioteca Infanta Elena, una de las pocas adaptadas para bebés.
El calor no es algo nuevo aquí, pero la privatización de los meses más cálidos, y el privilegio, sí. Que Sevilla sea una ciudad habitable todo el año es mucho más que un problema de conciliación y justicia social. Al deterioro de la calidad de vida hay que añadir la más que constatada relación entre aumento de la temperatura y violencia. En España el riesgo de feminicidios y delitos sexuales aumentan tras cada ola. El calor interfiere directamente en nuestra capacidad para conciliar el sueño, aumenta los niveles de ansiedad y la sensación de hacinamiento. Condiciona las zonas del cerebro encargadas de regular las emociones y la autopercepción. Desde el colectivo Red Sevilla por el Clima nos recuerdan que en la Expo supimos defendernos. Adaptamos nuestra cultura milenaria bioclimática y las mil y una formas que tenemos para crear buena sombra a las patentes del grupo de investigación responsable del microclima, vanguardia científica aplicada con la que conseguimos que, en ese verano, la Isla de la Cartuja tuviera una temperatura inferior en diez grados al del resto de la ciudad.
Hubo un tiempo en el que Sevilla no se vaciaba en verano. Las vacaciones con olor a mar eran privilegio de pocas familias. Pero los veranos podían ser tan azules como los del agua de las piscinas de baño recreativo de muchos barrios. Estas instalaciones eran auténticos espacios de convivencia
intergeneracional. El verano entero cabía en un día de piscina. La ilusión, el descanso, las ganas de desconectar, la emoción del primer amor y el sentido de pertenencia entre iguales se hacían hueco en esas horas. Actualmente, quedan pocas soluciones para quienes no tienen más remedio que permanecer en la ciudad durante el verano y no pueden permitirse la membresía de un club privado o una vivienda con piscina. Se mantienen las piscinas de Rochelambert, Alcosa, Torreblanca y El Tiro de Línea. Escasas en aforo, prestaciones y calidad, languidecen como alternativas frente a las flamantes opciones de los pueblos del cinturón. Piscinas públicas con zona de restauración, sombra y merenderos en Gelves o Coria. O la última revolución, los parques públicos de agua, como los de Gines o Castilleja. Parques rebosantes de sombra y columpios, con césped y juegos con chorros y duchas para refrescarse y sentarse a comadrear mientras las criaturas corren y juegan. Lugares para convivir y charlar, para recordar que, si queremos y tenemos voluntad política, el verano también puede disfrutarse, aunque no puedas salir de Sevilla. La Mesa del Árbol de Sevilla no se reúne desde el 2018, pero la privatización de jardines y parques como el del Alcázar a través de la franquicia Naturaleza Encendida nos recuerda que lo público al servicio de iniciativas plegadas al greenwashing ha llegado para quedarse, convirtiéndonos a los locales en meros figurantes. Es imposible controlar la temperatura sin cuidar del arbolado y del patrimonio botánico urbano. Pero solo en las obras del subtramo III de la línea 3 de metro, el que va de San Lázaro a la Macarena, se prevé la tala de cincuenta árboles, algunos tan significativos como los centenarios ombúes, el árbol que trajo Colón, de la puerta del Parlamento.
Democratizar el verano es una cuestión de salud pública. Favorecer la convivencia y sacar del aislamiento térmico a quienes más lo padecen: personas mayores, dependientes, mujeres en puerperio inmediato y bebés pequeños. La falta de contacto humano y la pérdida de sentido de pertenencia son disparadores directos en cuadros como la depresión posparto.
En Sevilla los niños apenas tienen la oportunidad de disfrutar del juego libre. Los cambios en el sistema infantil de valores y creencias terminarán pasando factura a la generación que ha aprendido a andar en pandemia y que solo juega entre monitores de extraescolares. El verano debería ser el momento para recuperar ese tiempo y Sevilla no debería ser un castigo para quienes no pueden escapar.