nº60 | todo era campo

Un recuerdo para las mujeres de la aceituna

La cultura del olivo como paisaje hegemónico andaluz esconde una historia de riqueza y explotación laboral con la que se silenciaron las luchas de miles de mujeres de la provincia de Sevilla.

De todos los imperios perdidos por Sevilla, puede que el menos llorado sea el de su aceituna de mesa. Fuimos la potencia mundial de una industria, la del aderezo, cuyos frutos recorrían el mundo tomando al Guadalquivir como a una auténtica autopista de oro verde entamado en bocoyes y cuarterolas. Líderes de un sector que daba empleo a cientos de miles de mujeres y que integraba en el suelo de la provincia todo el proceso de producción de la siembra al envasado, el cual destacaba como la principal fuerza económica de la zona. Esta cultura única, forjada en los almacenes de aceitunas, fue el resultado de una combinación de casualidades que germinaron en el contexto de la dictadura. Las condiciones agroclimáticas únicas del valle del Guadalquivir propiciaron que las dos variedades más apreciadas y solicitadas en el aderezo, las manzanillas y las gordales, echaran raíces, convirtiéndose en un activo esencial de la región.

Aunque las aceitunas siempre han formado parte de nuestra historia, Andalucía no siempre fue un mar de olivos. Una figura clave en el cambio de paradigma del olivar fue Ernest Solvay, cuya mejora del método Leblanc para obtener sosa cáustica allanó el camino para la exportación y conservación de las aceitunas. Con la patente de Solvay el aliño de salmuera tradicional sevillano alcanzó la dimensión industrial necesaria para llegar a ultramar.

El último eslabón necesario para esta revolución fue proporcionado por Wenceslao Soldat, un mecánico checo radicado en Dos Hermanas. Soldat, inventó la primera máquina de deshuesado de aceitunas, marcando un hito en la optimización de la producción.

La Sevilla del siglo XX vio florecer la cultura de la aceituna de mesa y los almacenes. El valle del Guadalquivir se convirtió en el epicentro de la producción de
manzanillas y gordales, abasteciendo la península y cruzando el Atlántico hasta América. El influjo de la industria se extendió por el Aljarafe, la vega del Guadaíra y Dos Hermanas. Miles de mujeres llenaron los almacenes, rellenando botes a mano que adornaban las barras de las coctelerías más elegantes de Manhattan. Esta industria tejía una red de proveedores subsidiarios, de maestros toneleros de Jerez a oficinas comerciales en Norteamérica, transatlánticos, bancos y aseguradoras.

Desde octubre de 1954 hasta septiembre de 1955, más de 800 000 fanegas de aceitunas partieron desde el puerto de Sevilla hacia Norteamérica.

Los manzanillos se localizaban entre Arcos, Espera, Bornos y Aguilar. Los gordales, variedad única que solo crece en un radio que no excede los 50 km de la Giralda, estaban en el Arahal, Utrera, Carmona, Santiponce y Dos Hermanas.

Los olivos pueden alcanzar cien años, pero su longevidad y eficiencia dependen de los oficios del campo. Oficios que gozan de reconocido prestigio, estatus y poder. Un buen olivar de manzanillos o gordales necesita de podas o limpias que ayudan al árbol a concentrar la energía en la aceituna. Necesita de injertos y estacas que permiten la reproducción del árbol. Y necesita de la coordinación de una buena fuerza de trabajo en la recogida.

La cosecha de la aceituna de mesa se llama verdeo, porque refleja el verdor del fruto antes de su madurez, antes de enverar. Durante los últimos calores del verano, la vida gira en torno a los olivares, movilizando recursos y deteniendo otras actividades. El verdeo lo trabajan cuadrillas de colleras organizadas por un manijero. Las mujeres ni podan ni limpian. Ni injertan ni plantan. Hay pocas mujeres verdeadoras. No hay mujeres manijeras.

Frente al espacio de virilidad del verdeo, el ecosistema femenino del almacén.

Las mujeres comenzaban a menudo como niñas del suelo, recolectando los tapones que escapaban al quitar el hueso, con doce o trece años, pudiendo evolucionar en el escalafón de faenera hasta el escogido o el relleno. Con el despegue de la venta al detalle de la posguerra surgirá el oficio de botera. La botera rellena a mano un bote de cristal con una pinza de 40 cm, colocando a mano las aceitunas de modo que el pimiento se vea simétrico y el efecto final sea estético y equilibrado.

La faenera se encarga de trasvasar, descargar, escoger, requerir, rellenar, preparar el pimiento, la salmuera, alimentar tolvas, controlar la maquinaria, paletizar, despaletizar y cargar. A veces tiene que velar (trabajar por la noche). Solo hay mujeres faeneras. Solo hay mujeres boteras.

En los almacenes el trato que se dispensaba a hombres y a mujeres era manifiestamente desigual. Desde el propio convenio colectivo se consagraba ese trato, en el que las faeneras tenían salario inferior al de los peones, pese a tener exigencias físicas superiores. Aunque oficialmente la Constitución cambia ese escenario lo cierto es que el marco agroindustrial sostiene múltiples desigualdades. Solo en el año 98, tras once años sin convenio, el sector del aderezo convocaba una de sus grandes huelgas para reclamar la igualdad salarial del sector —que por entonces contaba con un 85% de contratación femenina en franca desventaja salarial: en ese momento se calculaba una diferencia de 800 pesetas diarias por trabajos de similar categoría— y un protocolo específico contra la violencia y el acoso sexual que nunca llegó a firmarse. Tuvimos que esperar al 2009 para tener un convenio de verdeo que garantizara el mismo jornal para las mujeres que participaran en la recogida, encontrando una caída del 80% de las contrataciones para esa campaña.

Se acerca el verdeo. El tiempo no se detendrá ante el paso polvoriento de los camiones. Ya no quedan almacenes y cuesta llevar la cuenta de los gordales arrancados entre una y otra campaña. Las niñas del suelo, las faeneras y las boteras siguen entre nosotras, recordando el final de un mundo que las llenó de achaques y que no supo cantar a la épica de su esfuerzo.

Hay mucha historia que no te han contado tras el cotidiano gesto del disfrute de una aceituna.

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