nº1 | política estatal

Participación electoral, participación ciudadana, ¿participación?

Hace un tiempo, en un spot publicitario de Repsol, se distinguía entre los litros de la multinacional y los «litritos» de las otras compañías. Lo mismo se podría decir del voto en este sistema electoral: hay votos y «votitos».

El sistema electoral español, como reconocen abiertamente sus diseñadores, tenía tres objetivos: dar estabilidad al sistema mediante un bipartidismo fuerte, no penalizar a las formaciones nacionalistas para evitar tensiones territoriales y limitar en lo posible la influencia del Partido Comunista. Un sistema pensado para que la participación ciudadana, reducida a la emisión de un voto en un juego amañado, sea una mera coartada para hacer pasar por democrático un sistema esencialmente oligárquico.

Los números hablan por sí solos: en las últimas elecciones generales el censo electoral ascendía a 34 301 332 según datos del Ministerio del Interior. De este censo, ejercieron su derecho al voto 24 590 557 personas, poco más de dos tercios. A partir de estos resultados electorales, es posible calcular un «índice de sobrerrepresentación»; es decir, cuántos diputados de más tiene cada formación en relación a su proporción de votos (bien sobre votos emitidos, bien sobre el total del censo). Estos son algunos resultados.

  • PP: un 20 % más de diputados que votos en relación a los votos emitidos, y un 70 % más en relación al censo.
  • PSOE: un 10 % más de diputados que votos en relación a los votos emitidos, y un 55 % más en relación al censo.
  • CIU: un 10 % más de diputados que votos en relación a los votos emitidos, y un 55 % más en relación al censo.
  • IU LV: un 55 % menos de diputados que votos en relación a los votos emitidos, y un 35 % menos en relación al censo.

Lo mismo se podría hacer con el resto de formaciones. Con estos números podemos preguntar: ¿a quién representan los partidos? ¿Y a quién no representan?

A la vista está que la ley electoral cumple con los objetivos que se marcaron sus diseñadores. A menudo se culpa a la ley d’Hont de la falta de proporcionalidad del sistema. Dicha regla es bastante proporcional en su aplicación. Lo que realmente imposibilita la proporcionalidad del sistema (es decir, su representatividad en la forma más simple), es la selección de la provincia como circunscripción electoral y el establecimiento de un mínimo de dos diputados por circunscripción. Es la combinación de todos estos elementos, cuidadosamente seleccionados, lo que da lugar a los resultados anteriores. El sistema juega con las cartas marcadas. Hay votos y «votitos», y algunos, como los que deciden no votar, son simplemente ignorados, como si no participar no fuese una forma legítima de participación.

Pero quienes controlan el juego no se limitan a amañar las reglas. También se preocupan de establecer una determinada forma de percibir la política dentro del paradigma del consumo: se trata de inculcar la autopercepción de ciudadanos como meros consumidores de marcas políticas. Es una cuestión más sutil, y por lo tanto más difícil de detectar, que la cuestión aritmética del voto. La idea del ciudadano consumidor está tan enraizada que se vuelve invisible. Por eso es poderosa.

Desde la perspectiva de la política entendida como un objeto de consumo, los partidos funcionarían como la televisión: uno compra el aparato, y después el aparato muestra lo que otros deciden. Quien compra no tiene más opciones que seguir viendo cabreado ese canal, cambiar de canal o apagar el aparato. Lo que no puede hacer es interpelar a quien sea que esté al otro lado.

El 15M ha significado, desde esa perspectiva, una ruptura cultural, una negación de ese paradigma del ciudadano-consumidor: el movimiento rompió la pantalla del televisor y se presenció en medio del plató para decir «no queremos que sigan diciendo que programan lo que el público quiere; el público somos nosotros y venimos a pensar qué queremos ver». No a «decir» qué queremos ver, sino a «pensar» qué queremos ver. El 15M nos invitó a no ser espectadores, sino participantes (ciudadanos). Y ahí es donde muchos empezaron a mirar ese movimiento con extrañeza, como si hubiesen sintonizado un canal con una película birmana sin subtítulos. Una gran mayoría quiere convertir al 15M en algo reconocible: una nueva marca política a consumir. Nuestra percepción de ciudadanos consumidores está tan arraigada que la mayoría de nosotros somos incapaces de imaginarnos en formas de ciudadanía distintas a las del impotente votante espectador. Ello nos ahorra el trabajo de participar, pero también nos priva del aprendizaje de los otros, y de la construcción colectiva de una sociedad distinta. Preferimos votar a un partido que sabemos que no hará nada de aquello que promete y después enfadarnos cínicamente, como si nos pillase por sorpresa la mentira tantas veces repetida.

Sin embargo, la política es sobre todo, o debería ser, una reflexión y una práctica sobre nuestros anhelos y deseos, tanto individuales como colectivos, sobre su legitimidad y sentido ético, y a la vez sobre la manera en que nos relacionamos entre las personas para hacerlos realidad. Y en esa reflexión y en ese anhelo necesitamos al otro. No somos ciudadanos-consumidores de diferentes marcas políticas. Debemos preguntarnos por nuestro sistema político. ¿Hasta qué punto el proceso político con estas reglas permite un debate abierto y colectivo sobre nuestras metas y fines? ¿Cómo nos relacionamos entre nosotros para conseguirlas? ¿Son esas metas legítimas, éticas, buenas? ¿Permite el sistema un debate abierto sobre estos aspectos donde todas las voces puedan ser escuchadas? ¿Hasta qué punto el resultado es en forma alguna representativo? ¿Representa nuestras aspiraciones, nuestras necesidades, siquiera nuestra voluntad? En definitiva, ¿hasta qué punto puede considerarse democrático nuestro sistema político?

Sobra decir que el entramado político y mediático nos hurta estos debates necesarios, y silencia sistemáticamente discursos alternativos con la excusa de no ser representativos. Lo que más necesitamos escuchar hoy es precisamente lo que se silencia. Necesitamos pensar fuera de nuestro pensamiento habitual, justo el lugar donde se impone el silencio. En cambio, seguimos instalados en un sistema que sustituye el debate por el marketing.

Decía Aristóteles que aquellos incapaces de entrar en esta participación común —o que, a causa de su propia suficiencia, no necesiten de ella— no forman parte de la ciudad, sino que son bestias o dioses. Esa es la fantasía que aspiran a realizar quienes verdaderamente detentan el poder: esa oligarquía en la sombra que impone una narración y un discurso únicos, que impiden todo debate colectivo sobre cómo queremos vivir, y sobre cómo debemos vivir. Pero no son dioses, sino bestias, y como bestias se comportan. Nosotros no queremos ser ni lo uno ni lo otro. Aspiramos simplemente a ser seres humanos que se desenvuelven con dignidad, y solo podremos serlo si cambiamos en primer lugar las reglas del juego.

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