nº16 | farándulas

La Semana Santa es nuestro dinosaurio del cuento de Monterroso

A partir de un acercamiento a la dimensión dual de lo sagrado y a cómo esa dualidad juega un papel central tanto en ciertas propuestas de las vanguardias históricas como en las fiestas religiosas populares de Sevilla, la exposición Sacer / El martirio de las cosas [1] mostró que en las primeras décadas del siglo XX hubo una modernidad local que ha sido intencionadamente invisibilizada. Conversamos con el comisario de esta exposición, el polifacético Pedro G. Romero, sobre algunas de las principales cuestiones que en ella se abordaban.

Atracción de la vanguardia radical de los años 20 y 30 por Sevilla y sus fiestas religiosas populares

Las razones son muchas, en ciertos casos anecdóticas. Francis Picabia, por ejemplo, era «medio primo» de Manuel Héctor González-Abreu, alcalde de Sevilla a principios del siglo XX. Tras casarse, vino de viaje de novios y fue agasajado casi con honores oficiales. De esa estancia sale su pintura Procesión, Seville que presentó en el Armory Show de Nueva York, donde comprobó el escándalo que causaba a los modernos las glosas de lo sagrado. Picabia era además un artista criollo (había nacido en Cuba) disfrazado de francés y en su obra late cierta formación en el imaginario católico.

Otro caso singular es el de Georges Bataille que acudió a Sevilla con un plan trazado: ver la ritualidad que seguía acompañando a las imágenes en el catolicismo popular español, toda esa pornografía, pues así podía verlo un intelectual de formación seminarista a quien parecían hueros los misticismos nórdicos y la vacuidad protestante y que entendía la ascesis como parte del exceso. Pensaba que, en cierta medida, el clasicismo italiano ocultaba toda esa pornografía que llenaba las iglesias españolas: vírgenes como putas adoradas por todos y cuerpos de hombres castigados y mutilados, los cristos, que inspiraron muchas fantasías eróticas de El azul del cielo. Tanto esta obra como Historia del ojo, que tiene en Sevilla su escena central, se pueden describir como novelas a la vez pornográficas y metafísicas. Curiosamente este libro aparecía como editado en Sevilla, cuando, en realidad, fue impreso en París. No era más que un juego con el que Bataille quiere emparentarse con la zona de conflicto que significaba el fetichismo del nacional catolicismo, una perversión que todavía es espectáculo en nuestra Semana Santa, en la forma que la derecha política tiene de apropiarse de ésta. Bataille busca atacar el fascismo entendiendo su corazón irracional, dando la batalla en ese campo íntimo y no sólo desde la oposición ilustrada que, de hecho, estaba fracasando en la Francia de aquellos días.

El desconocimiento de nuestra propia modernidad local.

La exposición mostraba como artistas nacidos o radicados en la Sevilla de aquella época desarrollaron obras plenamente modernas y en las que se ensayó una versión renovada de la sacralidad. Pero esa herencia se nos ha escamoteado de manera intencionada. No es sólo que la Universidad ande perdida entre folclorismos caducos y una modernidad epatante. Tras esa invisibilización también hay un interés por mantener cierto saber en las capas elitistas de la ciudad, por seguir difundiendo cierta idea de abulia meridional, de atraso finisecular.

El caso del grupo SEM (del que formaban parte Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer) ejemplifica muy bien todo esto. Hay un ensayo que afirma que G.A. Bécquer no actuó directamente en ninguno de los dibujos de la irreverente serie Los Borbones en pelota (incluida dentro de la exposición), pero los mismos argumentos que en dicho ensayo se dan, podrían servir para afirmar lo contrario. De facto, la ideología reaccionara de estas críticas coincide con el moralismo conservador que dio de comer a Bécquer. Pero, en realidad, su poesía amorosa, sus cuentos de terror, la voz popular, incluso flamenca, que late en sus versos, también le sitúan en el principio de nuestra tradición moderna, aunque su funcionamiento sigue siendo el de la vieja tradición, el escollo último al que seguir agarrándose aunque sea con vencejos y no con golondrinas. ¿Acaso no podríamos trazar una línea directa entre Bécquer y Núñez de Herrera (autor del imprescindible Sevilla: Teoría y realidad de la Semana Santa)? Sin embargo, es con el Rafael Laffón más reaccionario, con Juan Sierra o Romero Murube (tres excelentes poetas, por otra parte) con quienes se vincula. ¿Porqué en la genealogía de Bécquer se borra a Núñez de Herrera o a Helios Gómez? La sombra de esta genealogía mutilada y rehecha por quienes ganaron la guerra civil sigue planeando incluso entre nuestros más progresistas escritores, profesores, intelectuales.

Otro ejemplo sería el desconocimiento que hay sobre la figura de Pablo Sebastián. La exposición contó con  una pintura suya que demuestra que había un artista entero y con un sorprendente conocimiento de las propuestas más vanguardistas de su época. Sin embargo, no se ha escrito más de una línea sobre su trabajo. Nadie, ni desde la universidad ni desde las instituciones artísticas locales, se ha interesado por estudiar su obra. Los esfuerzos y recursos prefieren dedicarse a juegos florales como la BIACS, cuyos gestores, por cierto, han sido condenados en los tribunales, sin que sus colaboradores necesarios, entre ellos muchos periodistas culturales sevillanos, hayan entonado un mínimo mea culpa. Nuestra incapacidad para dar una respuesta efectiva al arte del presente tiene que ver con nuestro desconocimiento de la modernidad que, con sus carencias y limitaciones, tuvimos a principios del siglo XX.

Modernismo y modernidad, dos conceptos dispares en la cultura anglosajona que aquí siempre se entremezclaron y confundieron.

Esta idea fue desarrollada por Fredric Jamenson quien, fijándose en Rubén Darío y el modernismo latinoamericano e intentando entender a poetas excepcionales como Vicente Huidobro o César Vallejo, plantea que en los ámbitos hispanos no hubo ruptura entre el simbolismo, el equivalente anglosajón y europeo del modernismo, y la modernidad, la de poetas como Max Jacob o Ezra Pound que significan algo distinto a Verlaine o Wilde… Si, por ejemplo, nos detenemos en la figura de Antonio Machado vemos que quedó atrapado en su incomprensión del Coup de dès de Mallarme, uno de los poetas que más leyó pero cuya obra, inaugural para el entendimiento moderno de las artes, nunca llegó a comprender. Lo paradójico es que, al mismo tiempo, Machado produjo un texto magistral, La máquina de trovar de Menese, que firma como Juan de Mairena, que es su contribución a ese problema.

En el panorama sevillano la acepción de Jamenson es de lo más evidente. En la revista Grecia, por ejemplo, los poetas pasan de un modernismo a lo Villaespesa a un dadaísmo, incluso un bolcheviquismo, que se entiende así, como otra vanguardia poética. Y se pasa con total naturalidad, cosas de las modas y de los avances del tiempo. Pero eso tiene implicaciones de clase, de donde se producían los cambios en los modos de producción, la burguesía sigue siendo la clase que maneja esas articulaciones… Pero vaya, ahí está Helios Gómez, uno de los pocos artistas verdaderamente ligado a las clases trabajadoras que hemos tenido.

Sobre la dimensión dual de lo sagrado

La exposición hablabla de la dualidad que tiene lo sagrado y que, en realidad, ya está presente en subgéneros como el de las Vanitas o en obras como el Cristo de Velázquez. Yo creo que el conocimiento de la historia nos sirve básicamente para desmontar el relato construido por los vencedores, esa Historia en mayúsculas que se nos impone. Por eso pienso que a la hora de reflexionar sobre las resonancias de lo sagrado que siguen latiendo en nuestra producción cultural, debemos situarnos en una posición que evite la exaltación identitaria de la tradición o esa superstición del genius loci que abunda entre nuestros renovados chovinistas… Si rastreamos un poco tras los discursos oficiales sobre la Semana Santa, podemos ver cómo sigue habiendo un intento desesperado por gobernar ese irracional que late en la comunidad y que se manifiesta de forma gloriosa en sus santos y procesiones. Eso se hace visible cuando las cosas se les escapan de las manos. Pasó en la famosa madrugá del año 2000 que evidenció que el monstruo está ahí, dispuesto a despertar cada primavera. La Semana Santa es como el dinosaurio del cuento de Monterroso. En la escena final de una película fabulosa rodada en España, El valle de Gwangi, hay un tiranosaurio que es inmolado en la catedral de una ciudad imaginaria: el monstruo arde en sagrado. La ciudad real era Cuenca pero, como dice Manuel Delgado, podría haber sido Sevilla. Pues eso, cada año, en Sevilla, al despertar, el dinosaurio continúa ahí.

[1] La exposición estuvo abierta del 3 de marzo al 29 de mayo de 2016 en el Espacio Santa Clara. Más información en http://www.femas.es/es/sacer

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