nº47 | la cuenta de la vieja

CUANDO EL SALARIO EMOCIONAL ESCONDE UNA MIERDA DE SALARIO

Un gato blanco en la oficina. Cápsulas de café infinitas. Una tostadora, un microondas limpio, un poto precioso cuyas ramas  cuelgan desde la repisa más alta hasta el suelo. Con un poco de suerte, una mesa de ping-pong al fondo y unos cuantos cheques-restaurante para comer en la cadena de Ginos. Tal vez podrían pensar que no, pero lo cierto es que el salario emocional mola. ¿Quién no quiere comer un poco de fruta fresca mientras le da unos Whiskas a Copito de Nieve tumbadx en una chaise longue? De hecho, ojalá el salario emocional fuera lo único que importara, lo que nos faltara por rellenar. Con todas nuestras necesidades materiales cubiertas (techo, comida, energía, ocio…) el trabajo podría convertirse en algo menos agónico y estresante. Es más, en la idea de abolición del trabajo asalariado, encontraría el salario emocional su mayor apogeo: si trabajáramos en igualdad para construir nuestra comunidad sin que nadie se aproveche de nuestro esfuerzo ni nos explote, todo lo demás sería lo que los neoliberales tienen a bien llamar «salario emocional». No habría mayor placer que doblar el lomo en favor de nuestro barrio y nuestros intereses, y no por las cuentas de una gran multinacional. El salario emocional no es más que una palabra extraña para hablar, a veces de derechos, a veces de recortes salariales reales

En redes sociales es habitual ver ofertas que resultan ofensivas a la inteligencia. Basta darse un garbeo por Infojobs para encontrar auténticas barbaridades. Las empresas nos ofrecen buen ambiente de trabajo (gracias por no meterme en una oficina en la Franja de Gaza), días libres (lo cual es un derecho) y conciliación familiar (otro derecho). ¿El sueldo? Una falsa media jornada con la que logran pagar menos del salario mínimo. Al final, el mensaje que nos lanzan las empresas es el siguiente: voy a respetarte como persona y voy a aceptar algunos de tus derechos laborales más básicos, pero el sueldo será una auténtica basura porque tengo a 5 millones de parados esperando en la puerta. Con el salario emocional no se puede hacer la compra. En realidad, ponerle el nombre de salario como si fuera un complemento es la última trampa de un neoliberalismo al que no se le puede negar su dosis de creatividad. Igual que llamaron nesting a quedarse en casa sin salir por no tener un maldito duro o job sharing a tener dos trabajadorxs para un puesto y al precio de uno, por supuesto. La pobreza está en auge y los medios de comunicación de masas intentan convencernos de que es una moda. Aunque yo me pregunto, ¿los ricos por qué no hacen un poquito de nesting en lugar de pasarse todo el verano en Cancún?

Las empresas nos quieren pagar en salario emocional lo que no nos pagan en salario real, aquel que se suma a la cuenta corriente. Y no es que despreciemos las buenas condiciones laborales o el ambiente de trabajo, es que, sencillamente, Endesa no permite otra forma de pago que no sean los euros y si no pago la luz ya me dirán ustedes cómo vivo. Con cada año que pasa, lxs trabajadorxs pierden más y más poder adquisitivo, esto es, viven peor y más empobrecidos. El precio de las cosas no deja de subir mientras que los salarios se estancan o descienden directamente, según el sector. Ahora a cualquier persona le cuesta más del doble de su tiempo de trabajo el comprar una vivienda que hace 30 años. Si antes eran 3 los años de sueldo que hacían falta, ahora son más de 7. El alquiler, a la vez, no ha dejado de subir en este tiempo, por lo que el acceso a la vivienda se lleva gran parte de nuestros recursos. Trabajar para vivir, simple y llanamente; cosa que el capitalismo intenta compensar con unos zumos en la oficina y un fin de semana de escapada para jugar al paintball.

Cualquier cosa que una empresa nos regale es una trampa. Mucha gente se pregunta a veces «¿por qué ese dinero que se gastan en una cena para lxs empleadxs o en una excursión juntxs no nos lo dan en dinero para nuestro salario?» La respuesta es muy sencilla: saldría mucho más caro. En primer lugar, porque al salario de toda la plantilla hay que sumarle las cotizaciones que paga la empresa a Hacienda. En segundo lugar, porque subir un salario implica reconocer un mayor valor de la persona que trabaja, a la que habitualmente se la intenta convencer de que su aporte en mano de obra no genera tanto dinero para no tener que asumir una subida de su sueldo. Además, es mucho más sencillo quitar la cafetera de la oficina o no renovar la mesa de billar que aplicar una rebaja salarial a la gente en caso de recortes. Cuestión de mercadotecnia. 

Lo cierto es que el salario emocional se ha convertido en una trampa para apretar en la precariedad laboral. Ojalá, como recalcaba al principio, esto fuera lo único preocupante  a la hora de buscar empleo. Eso implicaría una calidad de vida que ahora no tenemos. La mayoría de gente no quiere detallitos monos en la oficina ni jugar al billar en un descanso. Con que se respetaran sus derechos básicos y un salario digno bastaría. Si no nos amenazaran con echarnos al coger una baja, si no preguntaran a las mujeres si quieren tener hijxs en las entrevistas, si no nos obligaran a echar horas extras sin remunerar, etc., podríamos empezar a hablar del salario emocional. Mientras, es una excusa barata para seguir explotándonos y distrayéndonos de lo fundamental: nos pagan poco, nos pagan mal, nos explotan mucho y esto no va a cambiar si las personas que trabajamos no les obligamos a que cambien. Y es que no hay salario emocional más enriquecedor que el que se consigue al montar una sección sindical y luchar por nuestros derechos.

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