España ha atravesado cambios políticos muy intensos en las pasadas décadas. En el contexto que dejó la crisis de 2008, los movimientos populares experimentaron una década de crecimiento espectacular. A la contra de muchas otras geografías (a escala del mundo occidental sobre todo), en España se dio la convergencia entre una situación proclive a la innovación política y el acierto estratégico de muchas militantes que se lanzaron a organizar el descontento existente. Una década más tarde, se han conseguido avances espectaculares. Sin embargo, hoy en día, las organizaciones de base que sostuvieron multitud de luchas (las mareas ciudadanas, las marchas por la dignidad, los colectivos de la vivienda, colectivos juveniles, etc.) han sufrido una descomposición organizativa e ideológica.
A la luz de este fracaso parcial, corremos el riesgo de que muchas militantes, asediadas por el pesimismo, tiren por la borda lo aprendido de las experiencias de estas décadas y se lancen sin ton ni son a seguir militando bajo la viejísima cantinela de «tomar las calles». En cierta manera, esta vuelta a las calles es congruente con los sentimientos antipolíticos tan extendidos en la actualidad. Sin embargo, contra este pesimismo antipolítico, la pasada década nos deja un legado poderosísimo de aprendizaje político que, podemos y debemos poner en práctica.
Esta reacción dentro del seno de los movimientos populares se asienta en un análisis que tiende a señalar que en España existía una movilización creciente, ajena a los procesos de politización mediante partidos, en el cual el pueblo estaba generando músculo para poder tumbar al régimen existente. La idea sería que la acumulación de fuerzas de los movimientos sociales haría fácil torcerle el brazo a los poderosos, ganando derechos y libertades, y en el momento concreto de un chispazo que generase una situación de sublevación ciudadana, y mediante un movimiento imperturbablemente radical, se haría caer al régimen. Este proceso lineal se habría visto truncado por la aparición de tendencias reformistas dentro del movimiento, surgiendo Podemos y otras plataformas políticas que han querido llegar a compromisos dentro del Estado, olvidándose de que fuera del Estado los movimientos tenían una potencia valiosísima. Esta traición habría llevado al vaciamiento de la fuerza de los movimientos y la cooptación de sus cuadros más valiosos.
De esto, deducen entonces, que el trabajo real es «la calle», es la vuelta a la organización fuera del Estado, generando procesos de politización al margen de las formas estatales. Esto procesos de politización se deben dar mediante la creación de instituciones propias a través de las cuales realizar una serie de actividades que se han entendido como «pedagogía». La situación excepcional en la que se trató de asaltar los cielos se habría acabado: es hora de volver a la rutina de acumular fuerzas fuera del Estado. Esta visión de la política como un proceso que se puede dar sin relacionarse con el Estado, a través de la pedagogía y el trabajo rutinario de seguir un camino lineal para acumular las fuerzas suficientes para cambiar el mundo es una ilusión y un error estratégico.
En primer lugar, creer que la pedagogía como herramienta política nos posiciona en una falacia. Existe un núcleo duro del movimiento que existe fuera de la realidad social (puro, incontaminado) que tiene las respuestas a los conflictos existentes y cuyas posiciones políticas son coherentes y estructuradas que pueden ser divulgadas a gente que no está politizada, que vive alienada, presa del dominio de la televisión y otros poderes hegemónicos. Esta relación es similar a la posición de la Iglesia y de los cristianos que creen que existe un decálogo del buen vivir y que mediante la conversión a la ideología (sea esta cristiana, anarquista, marxista, etc.) se puede ejercer un cambio en la manera que se organiza la sociedad.
Esto implica no ya solo cuestiones morales relacionadas con la «superioridad moral de la izquierda», sino que implica la negación de la militancia como un acto político y se convierte entonces en un acto mesiánico. Esta pedagogía asume la ideología como una especie de religión. Existen una serie de principios inamovibles que sirven para interpretar la realidad, y que dan a sus feligreses un decálogo claro y sistemático de cómo intervenir en las dinámicas sociales.
La realidad, sin embargo, es otra. Cada vez que un movimiento político quiere ampliar sus bases y generar mayoría social, no lo hace a través de procesos pedagógicos, sino que debe operar un cambio en sus propios posicionamientos políticos. Los taxistas y pequeños comerciantes (y PYMEs en general) son un ejemplo «en positivo» que muestra la capacidad de los movimientos populares españoles de hilar posicionalidades diversas a su favor y como esto ha requerido un cambio temporal en nuestras posiciones políticas. Si bien, desde la radicalidad de las interpretaciones de los textos sagrados de la izquierda, estos sectores no son explotados en cuanto a su posición en la cadena de división del trabajo, han sido integrados dentro del marco de clases populares que buscan un cambio político y económico. Los «pequeños propietarios de barrio», aun siendo un sector que ejerce explotación, son integrados en nuestras posiciones políticas por su situación coyuntural de exclusión de los circuitos del capital. Los taxistas, un sector que comparte poco con las situaciones de explotación de la clase obrera, están envueltos en redes de solidaridad con otros sectores obreros. Esto ha implicado que en esta coyuntura, en los movimientos políticos, se haya utilizado la idea de «clases populares», ya que había que establecer alianzas con sectores perdedores el juego del capitalismo. Sin este tipo de alianzas, la potencia de los movimientos populares en la última década hubiese sido menor.
Es por ello que, cuando enfrentamos una contienda política, abordar desde la pedagogía nuestra acción política nos aboca al fracaso. La transformación de nuestros discursos, de nuestras alianzas, de nuestras tácticas y exigencias concretas son necesarias para poder avanzar los intereses de las clases populares.
La otra dimensión que aquí nos ocupa es la vuelta a concepciones del Estado como un ente externo a la sociedad, administrado por la clase dominante, que organiza al resto de clases subalternas sin estas participar de ello. Esto lleva aparejado un cambio en la estrategia, por la cual la única relación desde los movimientos populares con el Estado debe ser la de un conflicto total.
No es lo mismo, claro, el debate en torno a si participar de ciertas formas de política asociadas con el Estado como son el parlamentarismo o la participación ciudadana, que el debate en torno a la participación en el Estado. En este sentido, recomiendo la lectura de Álvaro García Linera, exvicepresidente de Bolivia, el cual expone de manera más desarrollada la idea de que el Estado es una relación social, no tanto un objeto natural. Las clases sociales dominantes condensan la dominación diaria (desigualdad económica, social y cultural) para plasmarla en las formas de Estado. Los cambios en las relaciones de poder entre clases se ven entonces reflejados en el Estado.
Olvidar esto, viendo al Estado como algo sólido y externo, lleva a situaciones políticas difícilmente manejables para los movimientos populares. Aquí el ejemplo de las redes de apoyo mutuo es relevante. Durante el encierro más duro establecido para reducir el impacto de la covid-19, múltiples redes de apoyo mutuo surgieron a lo largo del país. Pasado un tiempo, se debió abordar un problema central: o bien los movimientos populares se hacían cargo de esa ayuda indefinidamente (pudiendo caer en lógicas de asistencialismo) o el Estado institucionalizaba formas de ayudar a personas en situación vulnerable (como se trató de hacer con el ingreso mínimo vital [IMV]). La paradoja se dio en tanto que el Estado, actualmente configurado siguiendo la hegemonía de las clases dominantes, preferiría delegar la responsabilidad de los cuidados primarios en organizaciones privadas. Las redes de apoyo mutuo podíamos o bien convertirnos de facto en una ONG o bien presionar al Estado para que institucionalizase formas públicas de ayuda. Finalmente se quedó en una situación intermedia. El estado lanzó el IMV, mal diseñado y poco ambicioso, y ante esto las redes de apoyo mutuo se desactivaron.
La visión del Estado como una institución externa impidió capitalizar el impulso de las redes de apoyo mutuo y activar luchas para que la institucionalización del IMV fuese un derecho real. Al limitarnos a pasarle la pelota al Estado, sin emprender una lucha en los intersticios del mismo, llegamos al punto en el que se volvió a establecer la normalidad de un Estado al servicio de las clases dominantes, donde el sustento se gana en las redes de dominación capitalistas y las excluidas acuden a instituciones asistencialistas. Esta relación, desde un marcado afuera y adentro, limitó la potencialidad de transformación que en su momento se tuvo.
Entonces, no podemos negar la relación que tienen los movimientos populares con el Estado, sino que debemos elaborar estrategias conscientes para relacionarnos con el mismo. Subvertir la relación pacificadora con el Estado requiere relacionar de manera orgánica las demandas que desarrollamos para oponer a la visión de las clases dominantes otra visión de Estado; disputar en los intersticios del Estado atendiendo a la coyuntura y saber qué herramientas usar. Un día puedes colaborar en la atención de cuidados primarios en los barrios populares de la mano de los servicios sociales y otro día puedes ocupar sus sedes para exigir la mejora del IMV, manteniendo a su vez a personas en situación de vulnerabilidad en un entorno menos coercitivo y asistencialista, como fueron las redes de apoyo mutuo. Colaboración, boicot, desbordamiento, son solo algunas de las tácticas que podemos aplicar en función de la situación y que se pueden dar todas a la vez, para conseguir avanzar nuestros objetivos.
Este artículo pretende ser un inicio de una conversación. Si deja la sensación de que todo es arbitrario, o que no hay direcciones concretas para actuar, es que ha cumplido su objetivo. Me he limitado a problematizar la falta de estrategia en la retirada que ciertos sectores de los movimientos han hecho. Aquí trato de argumentar a favor de un pensamiento estratégico que se centre en los cambios de ritmo, en las prácticas concretas en situaciones concretas. Sin embargo, este tipo de pensamiento no puede sobrevivir sin organización, pero aquí no hay espacio para entrar en ello. Teorizaciones varias sobre las formas de organización popular y las estrategias con respecto al Estado se pueden encontrar con mucha mejor calidad en otros sitios.
Enfocar la militancia política como una rutina de trabajo de conversión religiosa a una ideología, huyendo a su vez del Estado y su capacidad de cooptación, favorece la marginalización de las fuerzas del movimiento popular. Frente a la situación de estancamiento en la que nos encontramos, necesitamos aprender de nuestras experiencias pasadas. Existe militancia al margen de la manida asamblea+campaña+manifestación. Debemos aventurarnos a generar objetivos ambiciosos que se asienten en una lectura de la coyuntura política, rechazando así el trabajo rutinario. Aventurarse a dialogar con sectores sociales ajenos a nuestras bases naturales, desde la apertura a la modificación temporal de nuestros posicionamientos políticos es imperativo. Tampoco podemos trabajar negando al Estado, sino que debemos estrujarnos los cerebros para encontrar formas de subvertir al mismo, sin caer ni en la cooptación ni en la marginalización política. Por ello, debemos huir de la comodidad de la vuelta a la calle y de la política entendida como una actividad religiosa.