Este verano, como cada verano, Sevilla ha alcanzado y superado los 50 grados de temperatura. Con una primera ola de calor en junio, una segunda en julio, una tercera a finales de agosto y, presentándosenos como uno de los veranos más calurosos, seguimos escuchando la frase de que «este es el verano más frío que vamos a tener de ahora en adelante». Mientras la lógica capitalista nos dice que invirtamos más dinero en aires acondicionados y en pagar la factura de la luz (que, como la temperatura, tampoco deja nunca de subir), persiste de igual manera el conformismo meteorológico simplista del «qué le vamos a hacer». Y es que, efectivamente, no podemos enfadarnos con nadie (a priori) por la climatología. ¿O sí?
Al margen del enfado intrínseco natural con el que deberían estar naciendo las criaturas desde hace más de diez años hacia las empresas y las políticas corruptas por ser las que más contribuyeron, contribuyen y contribuirán a la crisis climática: ¿qué medidas locales se establecen en tu país, tu comunidad, tu ciudad, tu pueblo o tu barrio para paliar las consecuencias que acarrea? Andalucía, no contenta con sus altas cifras en paro, sinhogarismo (actualizadas en Sevilla por última vez en 2016) y precariedad, es también una de las comunidades más castigadas por el sol. ¿Son sus acciones y sus recursos funcionales acordes a la altura de sus temperaturas?
Los cincuenta grados de Sevilla no se pueden controlar, pero la falta de facilidades y de opciones sí. Cuando los termómetros marcan hasta los noventa grados decimos «es que está roto, están al sol y van acumulando el calor». ¿Qué sucede con las personas que están expuestas constantemente, cual termómetro, a estas temperaturas? Cada año hay al menos un titular sobre alguien fallecido «por las altas temperaturas». Ni por la falta de adecuación al trabajo que desempeñan ni por la falta de recursos. Quizás es demasiado duro decirlo así, pero es cuando estos titulares se dan cuando nos remueve y nos une un tremendo enfado a personas que trabajan bajo condiciones inhumanas y a quienes lo sufren, simplemente, por existir con recursos limitados. Vivir en la calle es, sumado a demasiadas experiencias traumáticas, vivir acumulando calor como un termómetro. Es necesario que deje de considerarse a un porcentaje de la población como parte del mobiliario urbano.
En 2020, la covid fue una excusa más que adecuada para cerrar o limitar las plazas de centros de acogida, inhabilitar fuentes y baños públicos (los pocos que hubiera) y perseguir la presencia de personas en la calle durante el toque de queda. En 2021, el Ayuntamiento aprobó un listado de cincuenta y seis medidas para mejorar los recursos de las personas sin hogar. Entre ellos, se alude a la generación de áreas de baños y lavadoras públicas y a la mejora de la coordinación de los servicios públicos y entre las administraciones e instituciones. Sin embargo, en este 2022, no es noticia el aumento de estrategias llevadas a cabo de manera tangible respecto a la situación de las personas sin hogar y en exclusión social, sino los continuos cortes de luz y la tala masiva de árboles (con sus correspondientes sombras).
«El sinhogarismo es una de las formas más graves de exclusión social. Desde el gobierno de la ciudad hemos reforzado todas las políticas y los recursos públicos destinados a esta población. Sin embargo, es un problema que persiste y por eso gracias a esta comisión hemos generado una serie de propuestas y medidas de consenso entre todos los grupos políticos que van a completar el trabajo que realizamos desde el Ayuntamiento», explicaba al presentar ese listado de 56 medidas el delegado de Bienestar Social, Empleo y Planes Integrales. Invito a las y los lectores a mapear, por ejemplo, los baños públicos que pueden encontrarse (abiertos durante todo el día, porque hay quien piensa que no se caga a partir de las 21:00) en la ciudad.
Para concluir, me gustaría invitar a una reflexión. A menudo la autodenominada «clase media» genera una desvinculación absoluta de la realidad del sinhogarismo. No hablo de compasión o empatía. Hablo del hecho de que personas sin un euro se sientan mucho más cerca de la terminología chic de la precariedad que de las personas sin hogar o en riesgo de exclusión social. En un sistema que recoge una falsa clase media, una pobreza disfrazada de desapego y unas necesidades básicas insatisfechas transformadas en culpabilidad y fracaso personal, obviamente no tenemos nada que ver con esas personas sin hogar. Querida persona que me lees: si usas el job‑sharing, el co-living, el co‑working, la gigeconomy, las trabacaciones, etc., probablemente seas víctima del lavado de imagen que le han dado a tu precariedad, sin el cual te sentirías mucho más cerca de la persona sin hogar que del alcalde. No vives, sobrevives. No es la lucha de las personas sin hogar, es la de las personas a las que nos ahoga la factura de la luz, de las que vamos a casa de una amiga porque tiene aire acondicionado y de aquellas a las que nos duele salir a la calle por una Sevilla que se asemeja más a un desierto de cemento que al rico oasis que se nos presenta en los folletos turísticos.