— Aún no hablaba cuando mi abuela me decía «¿hasta dónde es mi niña pastoreña?» y con mi mano señalaba mi cabeza y me decía «hasta aquí». Mi familia paterna es cantillanera y pastoreña, la devoción por la Pastora Divina nos une como familia. Cada año, cada 8 de septiembre, veíamos salir a la virgen entre aplausos y griteríos «¡Viva la Pastora Divina!». Mi tía Antonia lloraba de emoción cuando el paso se levantaba. Yo también lloraba, no por la virgen, no por mi fe, sino por lo que ello significaba para mí. Recuerdos, familia, tradición, costumbres, identidad y cultura.
— Aquello, creado para emocionarte por los cuatros costaos, formaba parte de quién era yo y de dónde venía. A los once años salí por primera vez de nazarena en una hermandad de mi pueblo, porque antes no dejaban salir a las mujeres en procesión. Mi padre salía de costalero. La hermandad, cada domingo de ramos, nos unía a mi padre y a mí, y yo me sentía más cerca de él que nunca.
— Nací en una zona del sur de Sevilla que hasta la Expo 92 no estaba ni asfaltada. La sensación de aislamiento no solo venía por vivir casi en el campo, sino también por ser uno de los pocos barrios que carecía de iglesia. Mi familia era, a la par, católica y de izquierdas, y, con el mismo afán que tenían por mejorar las condiciones del barrio, trataron de buscarme bautizo y colegio religioso. A finales de los noventa estaba en el equipo de fútbol escolar y, en una tarde de entrenamiento, un sacerdote nos pidió participar en una procesión por falta de participantes y fuimos a formar parte del cortejo vestidos con la equipación deportiva. Me encantó esa experiencia, pero cuanto más traté de adentrarme, mayor fueron las dificultades. Hacer la ESO en un colegio religioso donde ya no había uniformes fue una losa, la vestimenta hizo ver las diferencias entre los barrios de procedencia y luego las ideologías pusieron los cerrojos en una puerta que no pude atravesar jamás. Los hijos de los «barrios de bien» monopolizaron el control de acceso para una manifestación festivo cultural que, por una vez, me había servido para conectar con esa Sevilla, que desde aquí abajo, se veía muy lejana.
— Martes santo de 1998. Tengo siete años y es la primera vez que voy a salir de nazarena. El día está regulero, pero yo no quepo en mí de la emoción. Llevo desde siempre queriendo participar en esto. Nos dirigimos a un salón de celebraciones que se ha cedido a la hermandad para formar el cuerpo de nazarenos, porque la iglesia está en obras. Dentro hay poca luz y mucha gente. Me dice mi madre que tenemos que esperar. No sé cuánto tiempo, pero empiezo a desesperarme. De pronto cuchicheos, quejidos, negaciones. Oigo que no sale. No entiendo. Escucho llantos, miro a mi madre
y tiene las lágrimas asomando. «Qué pasa», pregunto. Me explica que la cofradía no puede salir porque llueve mucho. Se me coge un pellizco en la barriga. No puede ser, iba a estrenarme, el barrio está preparado, he visto a la gente esperando cuando veníamos.
Alguien dice que nos marchemos a casa. Cientos de nazarenos empezamos a desfilar por calles mojadas, cercadas por vallas donde se apoyan las vecinas. Lo que veo y escucho me impacta para siempre. Todas las mujeres del barrio llorando bajo la lluvia, sonándose los mocos, apoyándose en las de al lado, preguntando al cielo por qué. Nos tocan, nos abrazan. Yo también lloro, porque empiezo a entender. La ilusión, el trabajo, la comunidad. Ahora esto es mío y me duele. El veneno está metido. Mi primer Martes Santo penitente siempre será el de las lágrimas de las vecinas del Cerro.
Estos son tres episodios que, junto a muchos otros, se acumularon en nuestra memoria para acabar dando luz a lo que ahora es Proyecto Palio. La Casa de las Niñas nos acogió en una primera reunión en la que la constante fue la frase «a mí también me ha pasado eso». Por diferentes motivos, los autoerigidos guardianes de lo sacro nos habían expulsado, a nosotras y a otras tantas, de un espacio colectivo y vertebrador de nuestra cultura. Todas coincidíamos en que, de un modo u otro, esa parte de nuestra vida se nos había arrebatado. Hasta el punto de tener que renegar de ella para creernos que de verdad no era nuestra ni nos interesaba. ¿Qué secuestro de lo popular era este? Porque, las cosas como son, en Andalucía pesa más lo idiosincrático que lo religioso. Aquí lo disidente no es tan minoritario como nos quieren hacer creer. Crecemos envueltas en las mismas imágenes y espacios que quienes copan las juntas de gobierno, pagamos la papeleta de sitio, soltamos los vivas que hagan falta. Pero no podemos participar plenamente en las decisiones de aquello que contribuimos grandemente a mantener y acrecentar. Porque nuestro género, nuestra orientación, nuestros apellidos, no son «los adecuados».
Y no nos engañemos, que esto no va de profesar más o menos fe (o ninguna), sino de realidad social. Por eso desde Proyecto Palio abogamos por crear un espacio para las disidencias cofrades, donde no quepa el machismo, el clasismo ni el racismo. Donde entren aires nuevos y lo que luzca sea el comadreo, el arrimar el hombro, la alegría, el abrazo y el apoyo mutuo. No por religiosidad ni politiqueo, sino por acuerpamiento. ¿Hace falta una hermandad para esto? Qué va. Pero en Andalucía somos mucho de juntarnos para celebrar y enfrentar la miseria. Y si nuestras ancestras cogieron el hábito de hacerlo frente a la virgen del barrio, mejor será, antes que seguir renegando, mirar por conectar con ellas y su legado. Nosotras no vamos a decirle a nuestras abuelas que se equivocan por emocionarse con la virgen. Nosotras vamos a cogerles la mano y a llorar con ellas, sin culpa ni vergüenza, y prometiendo darle un meneo a todo esto.