Rusia, como España, sufre de amnesia colectiva. Una amnesia parcial y selectiva que deviene en una (mala) memoria políticamente interesada, propagandística y, también, militarista.
En el siglo XIX, con ayuda de los recién nacidos medios de comunicación de masas, tomó cuerpo una propaganda imperial diseñada para justificar el colonialismo y las guerras que lo acompañaron. Se trataba de una propaganda racista y mesiánica, según la cual los imperios tenían una misión civilizadora que cumplir sobre pueblos «inferiores». El discurso imperial se caracterizó por un militarismo que privilegiaba la guerra como método de «resolución de conflictos» internacionales y llamaba al rearme de las grandes potencias, un rearme que acabaría llevándolas a la Primera Guerra Mundial.
Restos de aquellos barros son fáciles de identificar en la propaganda actual de los herederos de los viejos imperios (no solo) europeos. Rusia no es la excepción y, en los últimos años, se ve quizás con mayor nitidez el sesgo militarista de la propaganda con la que Moscú difunde su memoria nacional.
Así, la memoria «oficial» de la Federación Rusa, la que se ve masivamente en la tele, la que ha sido diseñada por el Kremlin, la que circula por la mayor parte de los libros de texto y las series más populares, se reconoce por su militarismo. Según la mirada que guía esta memoria, el Ejército y las diferentes policías serían los únicos garantes de la seguridad, mientras la paz, nacional e internacional, se logra rearmando al país, preparándolo para la batalla. La guerra es recordada y asumida como el estado «natural» de la sociedad rusa a lo largo de su historia.
Rusia es, desde este punto de vista, un país atemporalmente en guerra, rodeado de enemigos externos que quieren acabar con su condición de potencia y su unidad nacional. La historia presente en los manuales escolares es la de la defensa militar de esa condición y de esa unidad. Los informativos y las series de televisión recuerdan a diario, también, que los enemigos externos tienen agentes dentro del país dispuestos a dañar los intereses de Rusia. Traidores, lo peor de lo peor. De hecho, la historia de los traidores es esencial para la propaganda militarista, porque justifica la represión interna. Traidor es, en la práctica, quien pone en duda la propaganda oficial.
Los rusos llevan demasiado tiempo recibiendo este tipo de propaganda. En las grandes librerías, los textos militares ocupan un espacio abrumador. El Ejército es propietario de un popular canal de televisión, así como de multitud de periódicos y otros medios. Las políticas de memoria son elaboradas, mayormente, por la Sociedad Histórico-militar de Rusia, organización generosamente financiada por su supervisor, el teniente coronel Vladímir Putin. La enorme presencia social del Ejército, herencia de zares y soviéticos, ha hecho que las políticas de memoria giren, a menudo, en torno a esta institución. Y la cultura militarista tolera de mala gana la disidencia.
Las enmiendas que, en 2020, se introdujeron a la Constitución prohíben insultar la memoria del país, mentir sobre ella. En la práctica, por desgracia, esto equivale a castigar a quien contradice la memoria oficial. En los carteles que animaban a participar en el referéndum que aprobaría esas enmiendas, niñas en uniforme soviético de la Segunda Guerra Mundial invitaban a la población a «defender la memoria de nuestros antepasados». Los antepasados, en esos carteles, eran «solo» los soldados del Ejército Rojo que vencieron a Hitler y que, sobra decirlo, merecen ser recordados. La Unión Soviética perdió más de veinte millones de sus ciudadanos en aquel conflicto, por lo que no es de extrañar que sea la joya de la corona de las políticas de memoria. Pero es la Victoria militar (con mayúsculas) lo que realmente se celebra el 9 de mayo, día de fiesta nacional en Rusia. No hay un rechazo al conflicto armado, más bien lo contrario: su glorificación. Tampoco existe discusión oficial sobre las contradicciones tras la victoria, sino la demostración de que, en ese rubro, el militar, la URSS (hoy Rusia) era una superpotencia.
La memoria militarista recuerda al soldado leal, la batalla victoriosa, al ciudadano obediente, al héroe de guerra, ve al pueblo en su calidad de defensor de la unidad nacional y al Estado como un cuartel, disciplinado y listo para la lucha. Esta memoria rinde culto al comandante en jefe y busca que los ciudadanos sientan orgullo patrio, el orgullo de ser temido internacionalmente. No hay lugar, así, para la memoria del ciudadano soviético represaliado en los campos de concentración de su propio país, para el desertor, para el muerto de miedo, para el que «eligió» luchar para el enemigo porque no había otra salida o porque la elección era entre lo malo y lo peor, o quizás porque sabía que «los suyos» no eran de fiar. En la memoria militarista no hay lugar para la duda ni la debilidad.
Las políticas de memoria tienen, claro está, consecuencias políticas. Una memoria imperial y militarista difícilmente va a construir una sociedad más equitativa y democrática. Al contrario, si me enorgullezco de la estructura jerárquica y militarizada de mi país, a la que asocio con los grandes momentos de su historia (habitualmente, victorias militares), seré quizás más proclive a aceptar políticas autoritarias y belicistas en el presente. Si, además, he aprendido a identificar disidencia con traición, hay muchas opciones de que no mire con simpatía a quienes denuncian la amnesia interesada de las autoridades.
A pesar de ello, hay quienes siguen luchando por otra memoria para Rusia. Como era de esperar, son tachados de traidores que trabajan para el «enemigo occidental» y, a menudo, encausados por la Ley de Agentes Extranjeros, que condena (selectivamente) a quienes reciben dinero de fuera de Rusia. Es el caso de Memorial, organización dedicada a la recuperación de la memoria histórica y la defensa de los derechos humanos. Fundada en los años de la Perestroika, Memorial ha sido condenada por incumplir esa Ley y, si las apelaciones no prosperan, tendrá que cesar su actividad en los próximos meses. Se trataría del cierre de una organización que ha denunciado, en las últimas décadas, las barbaridades contra los derechos humanos en lugares como Chechenia, olvidados por (casi) todos, que ha apoyado el periodismo independiente e investigado la represión política durante el periodo soviético.
El cierre de Memorial es un acto más de la represión contra la disidencia, justificada en el militarismo interiorizado ya por muchos, pero aún no por todos. Es, también, un paso en la dirección contraria para que Rusia se recupere de su dolorosa amnesia.