La falta de agua por culpa de períodos de sequía cada vez más pronunciados, la tierra exhausta y desertizada, mal que avanza cual Nada destruyendo Fantasía, y un sinfín de fenómenos ajenos al hacer humano han sido, tradicionalmente, los culpables a los que señalar para explicar ese fenómeno al que se le ha puesto muchos nombres, pero que, en definitiva, significa la desaparición del olivar.
Hablar del olivar con una mirada crítica y una perspectiva de cuidados del medioambiente nos obliga a hablar de los fundamentos del sistema económico que nos gobierna. Pero esta sección no va de economía, sino de encontrarnos con nuestro entorno y hacernos las preguntas necesarias para relacionarnos con él (o ella, como ya apuntó Lovelock). Así que permitidme que os acompañe en esta aventura que empieza en el campo, pasa por nuestras propias casas y termina a miles de kilómetros de distancia, quizás a miles de años luz, perdido en ese fondo celeste que nos arropa al anochecer.
Las plantas son esos seres vivos que, a priori, tan solo necesitan luz y agua, como dicen nuestros más que trillados libros de textos. La verdad es que necesitan algunas cosillas más, no mucho, un poco de nitrógeno y fósforo, y un poquitín de sodio, potasio, hierro, magnesio, selenio, etc. Mucho cariño, paciencia y las condiciones de luz, humedad y temperatura adecuadas, y listo. Nuestro pequeño hueso de aceituna alza su tronco retorcido y altivo y se posa sobre la tierra, que espera callada al mes de septiembre para que el trabajo y el sudor de jornalerxs vareen sus ramas y lo despojen del fruto que durante más de seis meses ha cuidado y criado con ese dorado líquido que tantos suspiros nos ha provocado.
Entra la maquinaria en el campo, recogiendo el fruto del árbol y del trabajo de lxs aceitunerxs, y despreciando el esfuerzo de miles de olivos que limpian nuestra atmósfera de dióxido de carbono. Las aceitunas llegan a las almazaras y se lavan para quitar la debris campestre, dejando tras de sí unas aguas de color pardo y olor a tierra. No serán las únicas aguas que acaben contaminadas. Las propias aceitunas, por mucho que nuestro amado olivo se esfuerce, no tienen más que una quinta parte de aceite. Un aceite que tiene que lavarse para mostrarnos ese tono dorado y verdoso que nos encontramos en el pan que desayunamos cada día. Y si el aceite es solo una quinta parte de la aceituna, ¿qué es el resto? Una mezcolanza de agua y restos del tejido vegetal que se ha venido a llamar alperujo. Y no, no creo que por estas tierras haga falta señalar que estos residuos no huelen ya a tierra y campito.
Andalucía produce de media algo más de un millón de toneladas de aceite cada año, orgullo en titulares de periódicos y anuncios de la Junta. Lo que no vemos son esos más de cinco millones de toneladas de residuos. Además, al olivar le hemos quitado su fruto y todo lo que de él podría recuperar. Él y la tierra que lo mantiene. ¿Y qué hacen lxs dueñxs de nuestras tierras para contrarrestar este despropósito ambiental?
Los olivares son fertilizados con nutrientes de origen mineral y artificial (vayan y pregúntenle al Mar Menor si quieren saber qué efectos puede acarrear esto), y nuestros grandes terratenientes hacen poco más que rezar para que llueva y sus tierras puedan sobrevivir una temporada más. ¿Con los residuos?: las aguas rebosan en balsas interminables a la espera de que el sol las evapore, dejando tras su marcha un fango capaz de acabar con pantanos enteros, que poco a poco se va filtrando en la tierra, esa misma que se muere y que ya poco puede hacer por seguir produciendo. Y el alperujo, en el mejor de los casos, se deja para hacer un compost deficitario en nutrientes y cargado de sustancias fitotóxicas que se devuelve al olivar casi con saña, y, en el peor, se lleva a las plantas de cogeneración donde es secado y quemado para producir algo de calor, muy poca electricidad y llenar nuestra atmósfera de gases que en algún lugar del planeta acabarán convirtiéndose en ácido que caerá sobre el rostro de lxs olvidadxs.
Y esto ocurre porque, a día de hoy, es el método más económico. Pero ¿y si en vez de que la economía buscara un beneficio monetario buscara el cuidado de todxs y del medio ambiente? Me hago esta pregunta, aunque en realidad lo que me pregunto es si como sociedad estamos actuando como mejor sabemos, si el avance científico y el conocimiento actual no llegan a dar más soluciones, y, por ende, debemos asumir que para tomar aceite y sobrevivir hemos de destruir la tierra y el planeta.
Aunque hay muchas vías y el camino por mejorar, que pasa por el decrecimiento y un consumo más ajustado a las necesidades, no acaba nunca, quiero dejarles con una propuesta a modo de ejemplo para demostrar cómo lo que se hace y lo que se podría hacer no es cuestión de tecnología, sino que responde a un modelo antagónico con el cuidado de la vida.
El olivar es ya de por sí un fenómeno humano y como tal no es autosuficiente, aunque dejemos que sus frutos y hojas caídas rieguen la tierra, ya que estos están cargados de sustancias ácidas y tóxicas. ¿La solución? La misma que en todos los frentes sociales y ambientales que se nos presentan: cooperación y apoyo mutuo. El olivar debe cohabitar su entorno. Mi apuesta son unas nuevas compañeras, pequeñas algas que no tienen más cuerpo que su única célula y no necesitan tierra alguna. Estas microscópicas plantas no competirán con los recursos de los olivos, sino que crecerán en las mismas aguas contaminadas que producimos para extraer el aceite, descontaminándolas y, ahora ya sí, pudiendo ser usadas para regar el olivar.
¿Y qué hacemos con estas amigas que crecen y crecen sin parar? Habría que presentar a un tercer vecino, o más bien a una comunidad de vecinas, un grupo selecto de bacterias y arqueas que viven en la oscuridad, no consumen oxígeno y son capaces de digerir estos residuos para generar biogás y un lodo de alto valor nutritivo capaz de sustentar nuevas generaciones de alguitas y olivos.
¿Y el biogás? Esta mezcla de gases contiene metano suficiente para hacer que todo el tinglado sea sostenible energéticamente y algo más para cubrir las necesidades energéticas de algún pequeño poblado cercano (donde vivirían aquellxs jornalerxs). Pero en su combustión produce dióxido de carbono. No os preocupéis, nuestras pequeñas algas están encantadas de consumir todo el que se genere y más.
Así que, si os preguntan: «¿por qué se muere el olivar?», responded: «es el mercado, amigos».