nº52 | política estatal

Gobierno progresista, Estado fascista

Se dice y se comenta que «el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla». Otres, hacen acopio de historicismo científico y aplican la tercera ley de Newton para hablar de «ciclos histórico-políticos»: para toda acción hay una reacción de igual magnitud y opuesta. Y así vamos, reviviendo cada generación los mismos acontecimientos históricos, con sus matices, pero en esencia, los mismos. Y es que lo que rompió el bipartidismo no fue capaz de romper la dicotomía política. Habrá más partidos, sí. Pero no más opciones políticas.

Si compramos el discurso del Gobierno central español, une no puede más que ilusionarse: ¡El Gobierno más progresista de la historia! La ley trans, la del «solo sí es sí», la de la eutanasia, la primera reforma laboral que no recorta derechos, la subida del SMI, la creación de un Ministerio de Transición Ecológica, la incorporación de un día en el calendario para recordar a las víctimas del franquismo y un largo etcétera de leyes, decretos, posicionamientos y demás parafernalia parlamentarista, que hace pensar que, por primera vez, el Gobierno está escuchando las reivindicaciones históricas del pueblo. Si es que así, hasta a mí me dan ganas de sacar la bandera al balcón y sentirme orgulloso de mi país.

Así que busco entre los trapos de tela que aún guardo en recuerdo de aquel yo que aún se creía la mística popular de una república salvadora y emancipadora y me dirijo a la terraza. Y de pronto, vuelvo a la realidad: ¡no vivo en una república! Y me pregunto: «¿Es este el Gobierno más progresista de la historia? ¿No será que hemos aceptado nuevamente la dialéctica populista de la socialdemocracia que nos dice que “un pequeño paso es mejor que nada”?». Y es que, mientras escuchamos los vítores victoriosos de la toma de las instituciones y creemos ver la bandera del feminismo ondear sobre el Parlamento, se nos olvida mirar a donde no quieren que miremos.

No se nos puede pasar por alto que este Gobierno es el mismo al que le tiembla la voz cuando habla de un Estado republicano, el que mandó tanquetas a los barrios de Cádiz para aplastar la lucha del metal, el que convirtió el país en un Estado militar durante una pandemia y dejó en la estacada a cientos de miles de personas que se quedaban sin recursos, el mismo que, lejos de criticar a la OTAN, invierte más que nunca en armamento y lo envía para apoyar la defensa de un país en guerra (uno, tampoco, puede dejar de ver que este apoyo tiene tanto de racismo como de interés económico y se aleja mucho de un interés altruista, tal y como nos lo quieren vender).

Pero, es que si nos vamos a la letra pequeña de esas «leyes y reformas progresistas» nos volvemos a encontrar con el mismo pastel. La reforma laboral excluye a las más vulnerables, a las trabajadoras del hogar, a las jornaleras, a las personas migrantes y a un largo etcétera que seguirán tal y como han seguido hasta ahora: explotadas y sin recursos. La nueva ley de ciencia es un himno a la división de clases y se olvida (muy intencionadamente) del sector más inestable: las que no son doctoras ni tienen la categoría suficiente, las técnicas de laboratorio. Y no nos olvidemos de las putas, las racializadas, las personas que no se identifican dentro del marco de la ley trans, y un largo etcétera de personas que son excluidas de todos estos supuestos avances.

Nuevamente, tal y como pasó en la II República del frente popular y tal y como pasó en los años ochenta con un PSOE revolucionario, la nueva política nos ha comido la tostada. Y así, en apenas un siglo, ya son tres las veces que nos dejamos llevar por las promesas burguesas del reformismo. La mística socialdemócrata ha vuelto a demostrar que no es una herramienta del pueblo, sino del mismo capital, una llave que hace girar los engranajes más pequeños del sistema para darle un nuevo brillo a las cosas para que así, en el fondo, nada cambie.

Si algo ha conseguido esta nueva política es calmar las ansias de cambio de las clases populares. La misma clase que ahora se queda huérfana y en silencio porque ya no tiene a donde mirar para ser escuchada y compra el discurso populista y fascista de la ultraderecha.

Una vez más, la historia nos demuestra aquello que decía Chomsky de que «cualquier Estado es, en mayor o menor grado, un Estado fascista». Sean quienes sean sus clases dirigentes, serán siempre eso, clases que nos dirigen, por mucho que aparenten ir en armonía con el pueblo que gobiernan, siempre, el pueblo será el objeto a reprimir cuando los pilares mismos de la patria o el capital tiemblen lo más mínimo. Y si la vía parlamentaria ya ha quedado obsoleta, la solución no es ni más partido, ni partidos que se autodefinan como adalid del progreso, caminando hacia adelante, como una nueva vanguardia izquierdista.

La única opción que nos queda es la de volver a recordar nuestra historia y comprender que podemos hacerle frente al poder establecido sin la necesidad de usar sus propios métodos. Que el apoyo mutuo, la autogestión, el internacionalismo, el humanismo integral, la democracia radical y la acción directa, han sido, son y serán las únicas herramientas capaces de organizar la sociedad en pos de su completa emancipación.

No perdamos ni un segundo más de nuestras vidas en crear o defender viejas estructuras de poder. Nuestras fuerzas deben orientarse en la creación de nuevos discursos y espacios que sean ejemplo de un modelo distinto de sociedad y de relación entre personas. No hace mucho, una compañera me preguntaba que cómo definiría un acto revolucionario. Para mí, le dije, es «aquel acto que por muy pequeño que sea destruye lo que existe y crea un vacío de poder en su lugar». Se me pasó añadir, que, en realidad, lo verdaderamente revolucionario es tomar ese vacío y crear algo nuevo que no repita ninguna de las estructuras que la revolución destruyó.

Me temo, compañeras, que no nos queda otra que ser revolucionarias. La tibieza libertaria que, hasta la fecha, sigue agazapada cómodamente en la retaguardia de los movimientos sociales ha de terminar. Un nuevo discurso emancipador es, hoy día, no solo posible sino más necesario que nunca. Al fantasma fascista de la ultraderecha no lo va a frenar un gobierno progresista sino un pueblo organizado. Y un pueblo organizado no necesita un gobierno progre sino el control sobre los medios de producción y una visión emancipadora del ser humano.

Seamos, amigas anarquistas, de nuevo vanguardia y salgamos a gritar: ¡Muerte al Estado y viva la anarquía!

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