nº41 | entrevista

Ferrán Aguiló, cooperativista y activista

Cuando hablamos de derechos, hay que tener al mercado lo más lejos posible

Lucha estudiantil, dictadura, fiasco de transición, activismo sindical, movimiento ecologista, libertario, vecinal; cooperativas de trabajo, de consumo, distribuidora de productos ecológicos. Si algo se podía hacer, era colectivamente. Compartimos (vídeo) charla con Ferrán Aguiló. Las topas dándole vueltas y más vueltas y resistiéndonos a eliminar preguntas para ajustarnos al tiempo de la entrevista, y es que nos salen hasta debajo de las piedras. Ferrán, en su casa de la cooperativa de viviendas La Borda, con dos carteles detrás: «Los cuidados nos hacen libres» y, el otro, una foto de la Casa del Pumarejo.

¿Quién es Ferrán Aguiló?

Soy activista y cooperativista, y soy tanto una cosa como la otra porque proviene de mi tradición libertaria. Prefiero que la definición de quién soy provenga de lo que hago.

Te hemos escuchado decir que el proceso vital, en tu caso, ha ido encajando. ¿Cómo ha sido ese encaje de piezas de tu puzle vital-emocional-político?

En mi adolescencia descubro que para cambiar las cosas lo quiero hacer colectivamente, quiero crecer compartiendo. Como todo el mundo, ha habido momentos más abocados al activismo abandonando lo personal. En otros, continuaba económicamente trabajando para un patrón y aceptando la explotación para el activismo, hasta que en los 90 entro en el cooperativismo y descubro el hecho de que puedes generar un nuevo modelo económico ya, desde ahora, y no esperar a que llegue el colapso. Cuando ves que es necesario afrontar la coherencia en el terreno del consumo, también te planteas cuestiones, como que el consumo está ligado a un determinado tipo de producto, de energía, y entras en contacto con las cuestiones de cariz ecológico y de responsabilidad respecto al clima y al planeta, y vas moviendo esas piezas.

En un ciclo largo de vida, si no has tenido la tendencia a encasillarte y especializarte, sino que continuamente estás viviendo en un autobús, en mi caso en una furgoneta haciendo bolos cada día con diferente gente explicando cuestiones que puedan cambiar cosas, acumulas oficios, agrupas criterios. En esa especie de puzle de recorrido vital se han ido conformando esas tres patas que están relacionadas con el libro La utopía es posible, en el que se habla del Proyecto A de Horst Stowasser que a finales de los 80 y principios de los 90 me hizo ver que necesitábamos de lo político, lo económico y lo personal. Ese triángulo se ha ido complementando con esos recorridos, y es por eso que digo que estoy en una fase en la que, aun teniendo mucho por hacer, tengo los tres ámbitos alineados.

Las amigas nos vemos envejeciendo todas juntas, cuidadas, cerca de nuestras redes, en el barrio… Sabemos que un proyecto así no nace de la nada, sino que viene de un recorrido político y vital potente. ¿En qué experiencias os inspirasteis para imaginar La Borda? ¿En qué se diferencia este modelo de la propiedad privada o la vivienda en alquiler público?

Colectivamente, en el barrio de Sants, Barcelona. Además de otros procesos (antifascismo, feminismo, ocupación, lucha vecinal, etc.) hay un momento en el que se dan las condiciones para reivindicar un espacio, Can Batlló, en un proceso de empoderamiento, de crecimiento grupal y en el que el foco se pone en reivindicar una antigua fábrica textil para consolidar necesidades culturales, de prestación de servicios para jóvenes y gente mayor. Ahora celebramos los nueve años; cuando entramos no nos hacíamos idea de la capacidad de actividad y contexto de explosión social que tenía el espacio.

Entramos a Can Batlló en 2011 y en 2012 se abrieron 2 líneas: cómo acceder a la vivienda de una manera diferente (todos explotados, con alquileres excesivos) y cómo potenciar el cooperativismo y la economía solidaria. Así que la vivienda surge desde lo colectivo. Cuando preparábamos la ocupación no pensábamos en el tema de la vivienda, pero sí que queríamos inspirarnos y nos hicimos una pequeña gira para visitar proyectos y estuvimos en Madrid, con la gente de La Tabacalera y Patio Maravillas, y en Sevilla, en el Pumarejo, que nos inspiró mucho. Más tarde volvimos a releer el Pumarejo en clave arquitectónica, sus espacios y recorridos. La Borda reproduce un poco la corrala madrileña y andaluza. Nos inspiró además el caso de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Apoyo Mutuo (FUCVAM), o el modelo danés, alemán… provenimos de ahí, pero también de Marinaleda y de otros sitios más.

El proceso para llegar al terreno de pensar que se podía emprender colectivamente el derecho a la vivienda viene de ejercer otros, como el derecho a la ocupación. Ahora hemos acabado viviendo juntos 40 adultos y 15 niños en el edificio de La Borda. Estamos en un momento en el que el interés por nuevos modelos de habitar ha crecido, no somos ni propietarios ni arrendatarios, somos usuarias y usuarios. Defendemos, a través de la propiedad colectiva, la equiparación del derecho a la vivienda con otros que ya tenemos (como el derecho a la salud o la educación). Cuando hablamos de derechos hay que tener al mercado lo más lejos posible.

Reivindicamos la propiedad colectiva de la vivienda a través de la autoorganización de quienes tienen esa necesidad. Uno de los modelos es la cooperativa de vivienda en cesión de uso: personas que se agrupan, que interactúan con la administración para conseguir suelo y con un control activo del proceso (desde la arquitectura hasta los cuidados). Pueden ser propietarias del edificio y del solar, o del edificio y el solar es cedido. Ahora mismo este modelo está interesando a mucha gente que ha sufrido el confinamiento, que ha descubierto que sus casas son una mierda, que hay que tomar el sol en una ventana; hay quien ha vivido en una sola habitación con sus hijos. Otra cuestión sería cómo vivimos la última fase de la vida. Lo que ha pasado en las residencias es una salvajada y responde a que se haya dejado en manos del mercado los cuidados a las personas de cierta edad con necesidades específicas. Ante eso, la gente como yo, los seniors, hemos decidido organizarnos y plantearnos otros modelos de vida.

Tenemos el hándicap de tener que desaprender muchas cosas. La gente de más de 60 venimos de un recorrido en donde para ser alguien había que tener una propiedad, ser disciplinado, trabajar y ganar una pensión. Transitar del modelo individual al modelo cooperativo y de propiedad colectiva cuesta mucho a veces. Vosotras no vais a tener las condiciones materiales que tuvieron vuestros padres, por ello es tan importante ese acompañamiento a la recuperación de la conciencia colectiva de este colectivo. Que estén floreciendo cooperativas senior no garantiza el modelo de acceso a la vivienda y mucho menos el modelo de los cuidados, hay que ser prudentes.

Can Batlló es un referente en el Estado como espacio autogestionado y cooperativo vecinal y político, donde la articulación entre movimiento autónomo de raíces okupas y la negociación por la cesión de uso con el Ayuntamiento ha tenido su recorrido durante años. ¿Qué aprendizajes sacáis?

Del proceso vivido en Can Batlló hemos aprendido mucho para La Borda porque también estamos en relación con la administración por la cesión de uso. Un primer salto que tenemos que dar quienes provenimos del activismo de confrontación con el sistema es asumir que la construcción de oportunidades realizables en este momento nos obliga a entrar en un terreno que llamamos «la dialéctica de la fricción». Estamos en fricción con el sistema representativo, ya sea municipal, autonómico o estatal. En cualquier caso, es asumir la contradicción de dialogar y mantener cierta relación con una administración con la que en otras épocas hemos estado en confrontación directa. Hemos de ser capaces de afirmar que vamos a asumir esas contradicciones, pero sin que nos absorban ni nos fagociten a través de la negociación. Para entrar en esta dialéctica sin que nos neutralicen, debemos disponer de un músculo social que facilite que si tenemos que tensar la cuerda, sepan que hay precios que les pueden salir caros, tanto de imagen como de conflicto directo. Debemos tener musculatura participativa que sea transversal, para que la imagen que se proyecte sea la de gente que trabaja por un determinado objetivo desde la diversidad. Cuanto más se abra, mejor, manteniendo la transversalidad y el músculo social, teniendo claro que lo que tenemos lo tenemos porque lo defendemos. Lo básico es tener esas cosas claras, son las que nos hacen movernos como nos movemos en Sants, es una práctica cotidiana. Nosotras, de broma, decimos que cada semáforo ha tenido una lucha en este barrio, y es que nos lo hemos currado todo: los parques, las cooperativas de profesorado para la infancia, etc.

Hablando de fricción, planteas una vuelta al concepto de acción directa. ¿Te apetece contarnos esas otras acepciones y cómo lo aplicas en tu cotidianidad?

La acción directa tiene muchas acepciones. Normalmente se ha vinculado al carácter revolucionario o de confrontación directa. En un conflicto de perfil alto, sería el hecho de que la gente, que es una parte del conflicto, actúa sin intermediarios para solucionarlo con los medios que tiene a su alcance. Pero se puede llevar a otros terrenos. Tiene más valor cuando es participada o comprendida por una parte importante de la población sometida al conflicto, porque la acción directa queda legitimada por quienes la practican y además es fácil conseguir los objetivos que se plantean. Un ejemplo reciente es el de Can Batlló. El mecanismo de presión fue amenazar un año y pico antes con entrar en el espacio si ni la administración ni la propiedad movía ficha. En la asamblea que se constituyó se planteó que una parte de la gente se formara en un grupo de acción directa (sin explicar exactamente las herramientas que se utilizarían, pero sí que sería noviolenta) que estaba ligada a la ocupación. Lo importante no era que la propiedad o la administración supiera que teníamos las habilidades para entrar, porque dentro de esa asamblea había gente que provenía de movimientos ya muy practicados con ese tema, sino que toda la asamblea asumió esa manera de actuar y que la gente que no iba a estar en la propia acción directa se constituiría en grupos de apoyo externos para defender la seguridad de las activistas. Eso se explica así y parece fácil, pero realmente fue un cambio cualitativo estratégico muy importante. Todo el mundo entendió que llegaríamos a eso. A pesar de que nos entrenamos, lo preparamos, teníamos las rutas de acceso, cámaras que grabarían si había agresiones, etc., la presión fue tan alta que finalmente nos entregaron las llaves de una nave. Esta es la historia de Can Batlló, que está ligada directamente al uso de la acción directa como manera de presión.

Pero el ejercicio de la acción directa está también ligada a la convivencia y a la autogestión. Acción directa también es que cuando se de un conflicto en las relaciones que tiene un barrio o en una escalera de vecinas, pongamos por delante de la intervención desde fuera de un cuerpo policial, una autoridad, etc., los máximos medios para que las personas que están en el terreno del conflicto busquen las herramientas para solventarlo. Estamos intentando alejar de los procesos de cambio a los profesionales de la intervención externa como son los sindicatos convencionales, las autoridades policiales y toda una serie de personas que lo que hacen es usurpar la capacidad que tenemos de solución de conflictos, para, a la vez, inutilizarnos como individuos sociales y continuar marcándonos la ruta porque somos incapaces. La acción directa ayuda en la práctica cotidiana, incluso en la más sencilla, sirve para empoderarnos como personas.

Una película, un libro, una canción

La película es Jonás, del director suizo Alain Tanner (1976). Esa película habla de cierto desencanto de unas personas que vivieron el 68 y que, de alguna manera, finalmente optan por ir afrontando desde la perspectiva individual cómo ser coherentes con ellas mismas. Hay algunas personas cuya coherencia personal trasciende y transforma sus entornos. Tiene un aire un poco ingenuo y jipi, pero hay un contexto anticapitalista que atraviesa la película y que además conecta con la realidad y con el desencanto que sufrimos algunas respecto al 68. Muchas personas de nuestra generación lo vivieron también con la Transición.

Respecto al libro, el que he mencionado antes: La utopía es posible. Está editado por la gente de Utopía Libertaria Colección, de Argentina.

Y, por último, El blues del autobús de Miguel Ríos. No por la persona política con tendencias a irse hacia la socialdemocracia, sino por lo que transmite en el mensaje y con lo que siento identificado: ese tema del recorrido, del irse moviendo para ir transmitiendo. Cuando leía a los clásicos anarquistas y libertarios, y veía la de viajes que se pegaba por ejemplo Anselmo Lorenzo, que no dejaba de patearse toda la geografía, o algunos que venían desde Italia hasta incluso aquí, y decías «¡pero esos tíos no paran en casa en la puta vida!».

La letra dice «Que controlo sabiendo que es mi vida lo que doy, no hay trampa ni cartón, soy como veis que soy». ¡Ah! y «siempre miro hacia el sur».

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