En el libro Las redes son nuestras, Marta G. Franco hace un repaso de los robos que nos han conducido al panorama actual en Internet: nos robaron las infraestructuras, el hardware, las tecnologías comunes, las redes sociales… pero, lejos de una visión apocalíptica, nos motiva a retomar lo que fue y es nuestro.
Segunda década del s. XX, en un movimiento paralelo, mientras los turistas y la hipsterización de ciertos barrios nos iba expulsando de nuestros bares, calles, plazas y casas; la plataformización de Internet nos largaba de los foros, las redes sociales y acababa con los experimentos hacktivistas. ¡Emosido gentrificadas!
Empieza la autora con una afirmación contundente, poniéndole fecha al momento en que nos robaron Internet. Ocho años hace del expolio. Hace un recuento del proceso, detallando hurto a hurto el camino que siguieron los malos para dejarnos sin ese espacio que alegremente habíamos habitado.
No describe el gran robo del siglo porque son demasiados atracos: nos robaron las infraestructuras, nos gentrificaron el espacio de socializar común y la Internacional del Odio nos robó las redes comerciales como espacio de organización, información y debate. Pero, además, son robos mediocres, carentes de épica. Como decía Galeano, sin regalarles esa grandeza. No son monstruos extraordinarios, son hombres ricos que quieren ser más ricos.
Y es que este es un libro muy poco épico. Para mí eso es bueno. Aparte de que la ultraderecha nos tiene empachadas de épica barata, los relatos épicos ensalzan a unas y desenfocan a otras mientras borran matices.
El relato que hace de nuestra historia es emotivo por su falta de épica mayúscula. No hay grandes figuras heroicas, hay muchas hormiguitas currando juntas y queriéndose. No idealiza nuestras victorias, pero trata con amor nuestras derrotas, y es que renunciar a la épica heroica también implica dejarle paso al disfrute y al roce y al cariño.
Marta narra nuestra historia de Internet con una lucidez cargada de cariño hacía nuestros yos del pasado y de humor, pero no se deja nada: los subidones, pero también el declive. Nos lleva de la mano por la cotidianidad de nuestros éxitos (siempre un poco de potra) y nuestros fracasos (a veces, como bien dice, por puro agotamiento de cuerpos que se iban retirando sin hacer ruido).
Huir de la nostalgia y convertir una enumeración de derrotas en algo movilizador tampoco es fácil. Y, sin embargo, lo hace. Como bien resume: «Estamos en un momento de bajona, de aquí solo se puede ir hacia arriba».
Por otro lado, este libro va destruyendo los mitos que nos han ido lanzando para jugar al despiste. Como la mal llamada inteligencia artificial, que no es tan neutra ni aséptica y está hecha de manos y errores humanos que, no solo la diseñan con sus sesgos, sino que la alimentan y corrigen en trabajos precarios. Es más, ni siquiera es una tecnología concreta, sino procesos de automatización con los que se intenta que las máquinas resuelvan tareas. Los algoritmos no son imparciales. Cathy O’Neal demostró que tienen inscritos los sesgos y prejuicios de quiénes los programan. Marta va derrumbando mitos como el chaval de Karate kid cuando le pilla el truqui por fin a lo de dar cera pulir cera, entre movimiento y movimiento cuestiona el modelo de desarrollo: ¿qué desarrollo?
No olvidemos el mito de la nube como algo etéreo y no físico, cuando la cantidad de información que manejamos necesita grandes servidores que consumen una cantidad ingente de energía para funcionar y refrigerarse. Algo de lo que ya hemos hablado en El Topo, las consecuencias muy físicas de eso que nos suena tan etéreo y aséptico. Internet son toneladas de cables y de aparatos funcionando y consumiendo non stop.
Sigue tumbando mitos con la fluidez demoledora de una bailarina ninja. También el de la meritocracia, la mayoría de grandes hombres de Silicon Valley se ha aprovechado de subvenciones o de tecnología desarrollada con dinero público. Además de partir con bastante pastizal de base, como resume Marta: «padres ricos, entornos de élite, azar, capitalización del valor social, innovación capturada, mucho dinero, monopolio, conocimiento opaco, financiación pública, evasión fiscal, explotación laboral y extractivismo».
Pero, además, nos va mostrando caminos que podemos transitar para un internet más amable, escenarios molones que son plausibles, que se pueden tocar si nos ponemos de puntillas y que no es necesario construir desde cero porque nos muestra muchos proyectos que ya existen.
Un internet sin scroll infinito, sin reproducción automática, con sistemas de valoración de contenidos creados por la comunidad, con tecnologías que usen estándares comunes y sean interoperables. Con la privacidad configurada al máximo por defecto. Que las plataformas tengan que hacer públicos cómo funcionan sus algoritmos. Desmonetizar el odio para que deje de ser rentable. Me dejo muchas propuestas concretas detrás de las cuales hay colectivos que las han trabajado al detalle.
Las recetas que se proponen pasan por todos los niveles: no desdeña las individuales si sirven para caminar hacia una politización de los malestares y se acompañan de acciones colectivas.
Infraestructuras comunitarias. Redes federadas como Mastodon (no podemos volver a dejar una de nuestras principales herramientas en manos de un tarado). Y por supuesto, como con todo últimamente, la solución parece ser el decrecimiento. ¿De verdad necesitamos tantos datos?
Y soluciones colectivas, algunas tecnológicas, pero otras muy old school, como los sindicatos o las cooperativas de repartidores que huyen de Glovo o Deliveroo. Esta es la propuesta, la épica de los actos pequeñitos, esos que si al final los hace mucha gente en muchas partes pueden petarlo todo. Se trata de organizarnos desde abajo.
Todo este recorrido huye de la complacencia con nuestras acciones y de las promesas tecnológicas, pero también del catastrofismo distópico. Necesitamos saber que podemos volver a conquistar las redes porque fueron nuestras en un primer momento. Como Harry Potter cuando lanza su patronus. En realidad, este libro funciona como una suerte de giratiempo, sabemos que podemos hacerlo porque ya lo hicimos. Las redes pueden volver a ser nuestras porque ya lo fueron. No se trata de moverse rápido y romper cosas como les gusta a los anarcocapitalistas de Facebook, se trata de moverse juntas.