nº63 | la cuenta de la vieja

Satisfactores de lujo para necesidades precarias

Cuando los valores se ponen en oferta a precio de AOVE

Que las sociedades futuras no han sido ni serán lo que auguramos, podríamos tomarlo como una afirmación más que acertada. Posiblemente, el desarrollo del sistema capitalista sigue en la actualidad unos derroteros que ni el propio Adam Smith en sus peores sueños podía suponerse. Pero aquí estamos, en medio de una dualidad sistémica entre la opulencia y la precariedad descontrolada que deja entrever la pérdida de muchos de los valores que en otros tiempos se mostraron básicos para el bienestar humano y claves de nuestro avance como cultura.
Se entiende que las sociedades tienden a evolucionar (ya sea dentro de una dinámica más lineal o más cíclica) pensando en la mejora de las mismas, sobre todo en cuanto a las condiciones de vida humana se refieren, pero, en nuestro caso, parece que nos hemos saltado esa premisa y que estamos haciendo esfuerzos por sentar las bases de una distopía más cercana al universo Blade Runner que a los idílicos dibujos de los panfletos de iglesia evangelista.
Si tomamos como referencia los estudios que ponen el foco en el respeto a los derechos humanos universales como índice para medir el desarrollo de una sociedad, ¿podríamos considerar que en la actualidad realmente tenemos un buen nivel en los estados occidentales del considerado «primer mundo»? En cuanto al plano económico global, sobre todo, comparado con otras localizaciones, sin duda, pero ¿qué pasa si medimos cómo han ido evolucionando las condiciones de vida en cuanto a la empleabilidad, la autosuficiencia de los sectores productivos, los salarios, el acceso a la vivienda, la capacidad para formar unidades familiares independientes? Posiblemente ahí dejemos de vernos tan avanzados.
Otra forma tradicional de medir el desarrollo ha sido a través de la cobertura de las necesidades, y aquí podemos acudir a dos grandes teorías más o menos enfrentadas: la famosa pirámide de Maslow o la no tan conocida matriz de Max-Neef. Pues bien, si analizamos nuestras vidas bajo ambas figuras, también podríamos decir que, respecto a lo poblacional, va todo mal. Si bien estas teorías se centran en cómo pueden ser cubiertas las necesidades de los seres humanos para llegar a un desarrollo pleno, ambas tienen claro que aspectos como la alimentación, la seguridad física, el abrigo, el trabajo o los recursos básicos son claves para alcanzar el resto de circunstancias, pero ¿qué porcentaje de nuestra población alcanza esos parámetros si el empleo es cada vez más escaso y efímero, si se producen numerosos desahucios cada día o si a muchas familias no les llega el sueldo para una cesta de la compra mensual que no deja de crecer?
Atendiendo a esto, ¿es esa la imagen que realmente tenemos de nuestra sociedad occidental? ¿Es lo que se transmite a través de las múltiples pantallas desde las que miramos el mundo? Todas sabemos que la respuesta es negativa, pero ¿acaso dejan de ser verdad los viajes, los zapatos de marca, las consolas y esas otras tantas cosas carísimas que nos compramos a pesar de no tener dinero ni para comprar AOVE? Esta es precisamente la dualidad a la que se hace referencia al principio de este artículo.
Hoy en día la población se encuentra en una amalgama de necesidades desorganizadas en las que, aunque posiblemente el sueldo no te llegue para comer más que arroz durante todo el mes, nos permitimos otros lujos que ni están al alcance de nuestros bolsillos ni sacian cuestiones básicas que nos permiten vivir de una forma más digna y coherente. Por poner un ejemplo, que esa gente que se va de viaje de relax un mes a Indonesia sea la misma que tiene que apuntarse (casi forzosamente) a la «moda» del co-living porque sus sueldos no dan para los gastos de un alquiler, arroja pistas de la ocurrencia de este planteamiento.
Posiblemente, más que en una dualidad, nos movemos en la cuerda floja de la precariedad, puesto que cada vez exigimos menos a cambio de poder tener determinadas satisfacciones. En el plano laboral, las condiciones de empleo no dejan de rebajarse y, ante la ausencia de otras posibilidades, nos contentamos con un sueldo por debajo del mínimo y, en el mejor de los casos, poder cotizar para un futuro que no sabemos si existe. En cuanto a la vivienda, somos muchas las que ni albergamos la idea de ser propietarias y nos vale con tener una habitación propia fuera del nido familiar. Pero ¿qué pasa cuando esta precariedad se traslada al plano de las relaciones sociales? Bajo mi punto de vista, pasamos a desarrollar una especie de cultura de la precariedad y eso es el mayor problema en lo colectivo, porque es cuando empezamos a dar un valor a las cosas solo en la medida en que nos reportan satisfacciones inmediatas y prestigio social.
Bajo esta premisa, dejamos de valorar el trabajo que hacen nuestras amigas artistas y esperamos que, por el colegueo, nos regalen una de sus obras o al menos nos hagan una rebajita; en las facturas comunes de nuestro piso compartido intentamos zafarnos de pagar determinadas cuentas sin pensar que recaerá sobre nuestra otra compañera que es tan precaria como nosotras; hacemos contratos paupérrimos a nuestras empleadas porque somos autónomas y no podemos con tanto aunque en poco tiempo vayamos a hacer una ampliación del negocio; buscamos en el sexo llenar el vacío existencial que nos provoca la ausencia de cariño en nuestras vidas; pedimos a las bandas locales que toquen gratis mientras vamos a macrofestivales llenos de bandas de renombre internacional… Y así un sinfín de ejemplos cotidianos que, aun carentes de malicia, son demoledores para quien sufre la otra mitad.
Quizás debamos repensar qué queremos. Si realmente es eso lo que nos sacia o si todas esas cosas que creemos conseguir no son más que una forma de huida hacia delante en la rueda infinita de la precariedad de valores a la que nos arroja el sistema. Reflexionar sobre cómo conseguimos lo que tenemos en todos los ámbitos de nuestra existencia y pensar, desde ahí, qué mundo estamos construyendo en colectividad.

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Galería Taberna ANIMA, propiedad del austriaco Peter Mair, que en 1985 recaló por el Barrio de San Lorenzo y abrió este negocio.