nº63 | política estatal

Los nuevos barrios residenciales y las contradicciones de clase

Durante el boom inmobiliario (1995-2007) proliferaron las urbanizaciones. En Madrid una operación paradigmática fue la construcción de los PAU (programas de actuación urbanística). Trece barrios con un diseño característico: su trama es una cuadrícula de grandes avenidas y urbanizaciones que están cerradas sobre sí mismas y cuentan con servicios privados. Hay una escasez de equipamientos, servicios públicos y comercios, por lo que la vida discurre entre el coche, la urbanización, el empleo y la familia. Sin embargo, los PAU son heterogéneos y sus diferencias sociológicas se tejen sobre la brecha que existe en la capital entre un noroeste con mayor renta y un sureste empobrecido.

En Carabanchel el nuevo desarrollo se construyó anexo a los viejos barrios. En el boom, muchas jóvenes nacidas durante los setenta y ocheta en los vecindarios colindantes —los hijos e hijas de la periferia obrera— se endeudaron para mudarse a la zona residencial. En 2017 me fui a vivir al PAU de Carabanchel para comprender este proceso y realicé una investigación etnográfica publicada por el CSIC: Venir de barrio. Estrategias familiares, espacio y clase en los PAU de Madrid.

En los últimos años los nuevos vecindarios han suscitado mayor interés. Tanto es es así que la imagen de sus habitantes ha terminado por volverse una caricatura: aparecen representados como víctimas de un estilo de vida individualista y encarnan el supuesto aburguesamiento de la clase trabajadora.

Quisiera apuntar dos cuestiones para complejizar el análisis, pues lo que está en juego es comprender mejor las experiencias subjetivas que se anudan en eso que llamamos «mejorar socialmente». Dicho de otro modo, los intentos de las clases trabajadoras por vivir mejor y dejarles a sus hijos e hijas lo que consideran un mejor futuro.

En primer lugar, conviene restablecer los marcos socioeconómicos y políticos que moldearon el contexto en el que ciertas decisiones familiares, como irse a vivir a un PAU, se tornan comprensibles. Deben enmarcarse en el largo proceso de transformación de la clase trabajadora y sus vecindarios, que discurre en paralelo a las políticas neoliberales. Una de sus vías ha consistido en dinamitar las bases sobre las que se desplegaban los medios de vida de la clase trabajadora —por ejemplo, mediante la flexibilización laboral—, generando una paulatina desresponsabilización del Estado en la provisión de los bienes y servicios básicos para sostener la vida. Como consecuencia, esta responsabilidad se atomiza en las familias. Para las economías domésticas, el sostén y la búsqueda del bienestar pasa por estrategias cada vez más centradas en el consumo y el endeudamiento. Es una transformación de los medios y las estrategias familiares de reproducción que se modifican al compás de los cambios políticos y económicos. Además, en nuestro país este proceso está atravesado por el rol que juega el sector inmobiliario. Las políticas de vivienda desde el desarrollismo han hecho que la propiedad se convierta en un seguro para las familias trabajadoras y también en un elemento sobre el que se proyecta la mejora social.

En este contexto, la mudanza a un nuevo barrio residencial puede entenderse como parte de un conjunto más amplio de estrategias familiares de reproducción social. Un conjunto heterogéneo de prácticas –no necesariamente conscientes– orientadas a mejorar las condiciones de vida y la posición del grupo familiar. Ese impulso que Brigitte Vasallo llama «la patada en el culo» de una generación a la siguiente.
Esta mudanza funciona como un paraguas capaz de aglutinar estrategias de reproducción en diversos ámbitos de la vida. Si la organización de la ciudad se construye a través de una distribución desigual de bienes y servicios, se dan luchas para acceder a los recursos deseados y también para alejarse o acercarse a grupos sociales (in)deseables. La movilidad en el espacio urbano sería una forma de acceder a determinados bienes y servicios, materiales y simbólicos, que reportan una mejoría en la vida de los sujetos cuyas trayectorias se asientan en los barrios obreros. La compra de una vivienda en un residencial o la escolarización en determinados colegios constituye un conjunto disperso de estrategias para acceder a mejores condiciones de vida.

En segundo lugar, las vivencias de clase que observé iban en una dirección opuesta a los análisis que suelen hacerse de la llamada «aspiración social». Estos presuponen –e imponen– a sus protagonistas dos experiencias certeras. Primero, que esa mejora social se busca y se consigue a través del consumo meditado de distintos elementos, como bienes y servicios o ciertas relaciones sociales; como si hubiera un proyecto consciente y más o menos organizado detrás. Y segundo, que aquello que se desea es un proceso de huida de su barrio obrero y de su clase social para abrazar una identidad de clase media sin fisuras.

Lo que analicé entre los vecinos y vecinas del PAU fueron unas experiencias subjetivas completamente atravesadas por la contradicción. Observé unas tomas de posición cambiantes en relación a la periferia obrera y al PAU, y también a sus respectivos imaginarios de clase. Todo conducía al terreno de las ambigüedades y se ponía de relieve una suerte de doble vínculo. Algo que revelaba, no una huida ni mucho menos la forja de una nueva identidad estable de clase, sino la existencia de un entramado de relaciones y lealtades múltiples que los conectaba con ambos mundos sociales y que involucraba identidades y afectos en tensión. Es decir, un compromiso afectivo con dos mundos sociales que los sitúa en el universo de la contradicción social y subjetiva.

Si afrontamos los debates sobre el deseo de mejorar socialmente eludiendo ambas cuestiones corremos el riesgo de olvidar lo que está en el corazón mismo. La contradicción subjetiva que reposa sobre una de las grandes contradicciones sociales: la transformación de la clase trabajadora contemporánea y sus medios de reproducción.

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